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Monday, March 14, 2016

El ejército invisible

Un sistema defensivo extremadamente sofisticado nos protege ante la continua amenaza de un mar de invasores microscópicos.


Un macrófago emplea sus apéndices, llamados pseudópodos, para capturar bacterias Escherichia coli infecciosas antes de ‘digerirlas’. (Imagen: Boehringer Ingelheim International/National Geographic.)

DURANTE MILENIOS, la enfermedad, pese a su constante y dolorosa presencia, fue pobremente comprendida por la humanidad. Cabe imaginar que ha sido siempre evidente la relación entre determinados factores del entorno —la calidad de la comida, la temperatura, incluso ciertas costumbres— y el desarrollo de un malestar físico agudo, que en los peores casos pone a la persona afectada en serio riesgo de muerte. Sin embargo, solamente en los últimos cientos de años se han descubierto y cartografiado el origen, desarrollo, síntomas, vías de transmisión y otras particularidades de casi cada enfermedad conocida por el hombre. Hoy en día, sabemos que muchos de estos males son obra de microorganismos invisibles que invaden nuestro cuerpo y se reproducen a nuestra costa. La respuesta del cuerpo humano a estos agentes infecciosos, conocidos como patógenos, depende de un vasto y estrechamente interconectado repertorio de células y moléculas especializadas en buscar, encontrar y erradicar estas amenazas de la manera más efectiva posible. Este invisible pero implacable ejército microscópico, cuyas ramas, jerarquías y técnicas ofensivas son el producto de millones de años de evolución, es lo que conocemos como el sistema inmunitario.

El cuerpo humano está adaptado a la gran mayoría de microorganismos externos. Interactuamos constantemente con microbios potencialmente dañinos —además de con muchos que no lo son—, pero sólo en muy contadas ocasiones enfermamos debido a ello. Esto se debe a la acción perfectamente orquestada de tres barreras defensivas. En primer lugar, casi todo patógeno debe traspasar numerosas barreras físicas y fisiológicas, tales como mucosidades, ácidos gástricos, sustancias antibacterianas e incluso la propia piel; son pocos los organismos capaces de prosperar en un entorno tan desolado como el exterior del cuerpo humano. Mientras que nuestras fronteras fisiológicas han evolucionado para impedir a los microbios atravesarlas o adherirse a ellas, algunos patógenos, a su vez, se han especializado en traspasar este primer nivel defensivo y penetrar en nuestro cuerpo. No obstante, una vez dentro, los intrusos han de resistir el furioso embate de los dos restantes niveles de defensa: las respuestas inmunitarias innata y adaptativa.

El sistema inmunitario innato, llamado así por estar presente casi desde que nacemos, es el responsable de desplegar la primera de estas respuestas inmunitarias. Esta rama del sistema inmunitario se encuentra siempre preparada, esperando una infección. Su principal misión consiste en detectar ésta con la mayor rapidez posible, montar una respuesta de carácter general, y desencadenar la activación de su parte complementaria, el sistema inmunitario adaptativo —así llamado por desarrollarse progresivamente conforme sufrimos diferentes infecciones a lo largo de nuestra vida—. Los principales rasgos de la inmunidad innata son una baja especificidad —la respuesta no depende del patógeno concreto al que va dirigida—, un tiempo de respuesta extraordinariamente rápido, y la carencia de memoria inmunológica —es decir, la respuesta innata es siempre la misma, independientemente del número de veces que el intruso en cuestión haya sido encontrado en el pasado—.


Casi inmediatamente después de penetrar el cuerpo humano, la mayoría de microbios son detectados a través de determinadas moléculas ancladas a, o desprendidas por su superficie. Estas moléculas son reconocidas como pertenecientes a un tipo de patógeno determinado, disparando la respuesta inmunitaria innata. Las células infectadas también desprenden señales químicas de peligro que alertan a las células vecinas y al sistema inmunitario, como si de una sirena se tratara. Entre las primeras células inmunitarias en llegar al lugar de la infección están los neutrófilos, que son alertados mientras circulan por los vasos sanguíneos circundantes. Una vez activados por esta ‘sirena química’, los neutrófilos atraviesan la pared del vaso sanguíneo y, cuales sabuesos, siguen el rastro de partículas señalizadoras hasta congregarse en el punto de infección, donde encuentran al patógeno responsable. Mientras tanto, otros componentes del sistema inmunitario, que no son células, sino moléculas presentes en la sangre, se han adherido a la superficie de los intrusos, permitiendo así que éstos sean fagocitados (literalmente, engullidos) por los neutrófilos. Los microorganismos fagocitados son destruidos por medio de moléculas tóxicas presentes en el interior de estas células.


Muchos otros tipos de células inmunitarias se apresuran a acudir al lugar de la infección, entre ellas macrófagos, encargados también de fagocitar y digerir a los intrusos; basófilos y mastocitos, responsables de generar la respuesta inflamatoria (culpable de la hinchazón, el calor y el enrojecimiento que normalmente podemos observar en torno a cualquier herida), que permite una respuesta inmunitaria más efectiva; eosinófilos, especializados en matar aquellos parásitos demasiado grandes para ser fagocitados; y células NK (del inglés natural killer), expertas asesinas de células infectadas o tumorales, a las que inyectan sustancias altamente tóxicas que desencadenan un proceso de ‘autodestrucción’ celular. Además de todas estas células, un enorme número de sustancias químicas posibilitan, potencian y sincronizan la respuesta inmune. Las citocinas son proteínas segregadas por varios tipos de células inmunitarias, cuyo propósito es orquestar y regular la respuesta inmunitaria, sirviendo de medio de comunicación entre las diferentes células envueltas en la lucha. Un ejemplo es el interferón, usado por las células infectadas por un virus para conseguir que las células vecinas desplieguen defensas contra el mismo. Por otra parte, el sofisticado complejo de ataque a membrana, compuesto por múltiples proteínas que se ensamblan entre sí de un modo extraordinariamente específico, contribuye a destruir ciertas bacterias y parásitos mediante la formación de orificios en su superficie, lo que ocasiona la ruptura de la misma y, con ello, la muerte instantánea.

Un tipo de célula diferente a las ya mencionadas desempeña un papel clave en la respuesta inmunitaria: las células dendríticas, sobre las que recae la crucial misión de actuar de intermediarias entre el sistema inmunitario innato y el adaptativo. Cuando las células dendríticas, que patrullan el cuerpo examinando las moléculas presentes en la superficie de las células circundantes, detectan un patrón molecular característico de un patógeno —como una bacteria o un virus—, despiertan de inmediato. Llevando con ellas la molécula delatora, denominada antígeno, viajan hasta el ganglio linfático más cercano, donde presentan el antígeno a células pertenecientes al sistema inmunitario adaptativo: los linfocitos T, también llamados células T. La presentación del antígeno constituye el nexo entre las respuestas inmunitarias innata y adaptativa, y es esencial para una erradicación completa y exitosa del agente infeccioso; sin la ayuda de la respuesta adaptativa, el sistema inmunitario innato sólo es capaz, por lo general, de mantener la infección bajo control, no de ponerle fin.


Una batalla en desarrollo: un grupo de linfocitos (centro, teñidos de púrpura) combaten contra células de cáncer. (Imagen: Transmissible Cancer Group.)

Las células del sistema inmunitario adaptativo, los linfocitos B y T (o simplemente células B y células T), se caracterizan por tener una alta especificidad —es decir, cada antígeno es reconocido por un grupo concreto de linfocitos, especializado en combatir dicho antígeno— y memoria inmunológica, gracias a la cual, en futuros encuentros con el mismo patógeno, los linfocitos capacitados para lidiar con éste serán desplegados de manera inmediata para neutralizar la infección con mucha mayor eficiencia. Los linfocitos B, que son capaces de reconocer un antígeno directamente —sin necesidad de que éste les sea ‘presentado’—, tienen la importante función de producir anticuerpos, también conocidos como inmunoglobulinas. Tras la activación, las células B se multiplican rápidamente e inundan el área infectada con anticuerpos; éstos se adhieren a la superficie de los patógenos, marcándolos para su destrucción por parte de las otras muchas células inmersas en la batalla. Al recubrir los patógenos, los anticuerpos también contribuyen a impedir que éstos penetren e infecten nuevas células.

Las células T, por su parte, se dividen principalmente en tres tipos: los linfocitos T efectores no atacan directamente a los organismos infecciosos, sino que desempeñan diferentes roles de apoyo destinados a maximizar la respuesta inmunitaria —por ejemplo, participando en la activación de las células B, o segregando citocinas que modulan la actividad de otras células—; los linfocitos T citotóxicos, en cambio, están involucrados en la destrucción de células infectadas o cancerosas, mediante proteínas destinadas a provocar la ruptura o la autodestrucción de las mismas; por último, los linfocitos T reguladores se encargan de limitar y suprimir la respuesta inmunitaria, con objeto de asegurar que ésta permanezca bajo control y no resulte excesivamente dañina para el propio cuerpo.

A fin de desarrollar afinidad por un antígeno concreto (incluso por antígenos a los que el cuerpo no ha sido, y quizá nunca llegue a ser expuesto), los linfocitos deben pasar por un proceso de pura selección darwiniana. Durante dicho ‘entrenamiento’, aquellas células incapaces de reconocer con gran precisión un antígeno determinado —o peor aún, capaces de atacar al propio cuerpo— son asesinadas químicamente, de manera que sólo las células perfectamente adaptadas al rol que han de desempeñar son seleccionadas y pueden multiplicarse. En el caso de los linfocitos T, aproximadamente una de cada treinta células sobrevive a este despiadado proceso de selección. Cada uno de estos guardianes de élite reconoce un antígeno único y diferente; en conjunto, existen receptores para unos mil billones de antígenos distintos. En otras palabras, prácticamente cualquier microorganismo que se adentre en nuestro cuerpo presentará una serie de partículas que serán reconocidas por algún grupo de linfocitos.


Sin embargo, la mayor arma de los linfocitos no es su afinidad por un determinado antígeno, sino su capacidad para ‘recordar’ este antígeno tras la primera exposición al mismo. Una vez resuelta la infección, la mayoría de linfocitos mueren, y sus restos —junto con los de todas las células que hayan sucumbido durante el ataque— son procesados por los macrófagos. No obstante, un pequeño número de linfocitos es preservado con objeto de conservar el ‘recuerdo’ de los antígenos asociados al patógeno vencido. Esto permite que la respuesta inmunitaria adaptativa sea mucho más rápida y eficiente en caso de que el mismo patógeno sea encontrado de nuevo. El fenómeno de memoria inmunológica es la base del que sin duda es el mayor avance médico de la historia: la vacunación. Las vacunas ejercen su acción protectora provocando una exposición deliberada a una versión inocua (muerta o inactiva) de un microorganismo, con objeto de estimular una respuesta inmunitaria y generar un ‘recuerdo’ del agente infeccioso, sin someter al cuerpo a los efectos de la infección en sí. De este modo, si una versión patogénica del mismo microorganismo es encontrada en el futuro, el sistema inmunitario lo reconocerá al instante, como si ya se hubiera enfrentado a él en el pasado, y la inmediata y eficaz respuesta inmunitaria impedirá que la infección se establezca —y, con ello, el desarrollo y propagación de la enfermedad—.

Incluso con esta cantidad de recursos defensivos (muchos de los cuales no han sido nombrados aquí), el sistema inmunitario se muestra insuficiente frente a los patógenos mejor adaptados y más virulentos, tal como demuestran las muchas enfermedades infecciosas que afligen al ser humano. La capacidad de ciertos microorganismos para evolucionar con extrema rapidez a menudo pone en jaque a nuestra memoria inmunológica, tornándola ineficaz. El mejor ejemplo es el virus de la gripe, capaz de mutar con tal facilidad que ni la combinación de exposiciones previas y vacunas contra el mismo es capaz de impedir su propagación. Por otra parte, un defecto en cualquiera de los componentes del sistema inmunitario puede generar anormalidades en la respuesta inmunitaria, que son la causa de trastornos tan comunes como reacciones de hipersensibilidad, entre las que se cuentan las alergias y el asma; enfermedades autoinmunes, como la artritis reumatoide o la esclerosis múltiple; e inmunodeficiencias, cuyo ejemplo más notable es el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, o SIDA.

Para lograr nuevas victorias contra los patógenos que continúan sembrando de enfermedades la humanidad, así como contra las afecciones provocadas por defectos en el propio sistema inmunitario, nuestra esperanza reside en lograr un entendimiento lo más profundo posible del mismo, capaz de dotar a la medicina con nuevos métodos para potenciar, modificar y dominar esta increíblemente poderosa arma que la evolución nos ha concedido.




Referencias:
Warrington, R. et al. An introduction to immunology and immunopathology. Allergy, Asthma & Clinical Immunology (2011).
Delves, P.J., Roitt, I.M. The Immune System. First of Two Parts. The New England Journal of Medicine (2000).
Delves, P.J., Roitt, I.M. The Immune System. Second of Two Parts. The New England Journal of Medicine (2000).
Kono, H., Rock, K.L. How dying cells alert the immune system to danger. Nature Reviews Immunology (2008).