Este artículo es una versión revisada de Evolución en evolución (2019), escrita para el Magdalene College Magazine (2024–25).
El concepto de la evolución como un proceso que conlleva la transformación gradual de masas de individuos por medio de la acumulación de cambios impalpables es un concepto cuya falsedad es inmediatamente demostrada por el estudio de la genética. De una vez por todas, esa carga, tan gratuitamente asumida por los evolucionistas del siglo pasado en ignorancia de la fisiología genética, puede ser relegada al olvido.
William Bateson (1909), p. 289
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La primera edición de El Origen de las Especies (1859) de Charles Darwin. (Imagen: Scott Thomas Images.) |
EXISTE UNA CONCEPCIÓN popular generalizada de las revoluciones científicas como eventos singulares que se despliegan, fulminantes y definitivos, en un abrir y cerrar de ojos. Nombres como Galileo, Newton o Einstein se invocan típicamente como figuras míticas, con una capacidad milagrosa para transformar por sí solas nuestra visión del mundo. Sin embargo, parece que las rupturas de paradigma drásticas y radicales que asociamos con las revoluciones científicas son bastante más difíciles de encontrar hoy en día. Se podría especular —y se nos perdonaría— que ésta podría ser la consecuencia de ciertos cambios en la naturaleza del trabajo académico, los cuales han frenado el progreso de la investigación para hacer sitio a un volumen cada vez mayor de papeleo ineludible. Pero lo cierto es que, en lugar de estancarse, el progreso científico es ahora considerablemente más rápido que nunca antes. La verdadera razón por la que hoy en día no encontramos revoluciones científicas tan agudas y repentinas como las que se encuentran en los libros de divulgación científica es que tales eventos no son revoluciones en el sentido habitual de la palabra. En lugar de cambios cataclísmicos, estos son procesos fastidiosamente prolongados, que requieren décadas de trabajo científico acumulativo para madurar y desarrollarse. Si bien tanto los divulgadores científicos como los propios científicos, por no mencionar la industria cinematográfica, suelen ser culpables de tergiversar los descubrimientos científicos a base de filtrarlos a través de una lente dramática pseudo-wagneriana, la realidad es que, al ser los académicos criaturas escépticas y orgullosas por naturaleza, cada gran cambio conceptual tiene que filtrarse lentamente, en lugar de verterse directamente, en el pozo del conocimiento aceptado. Por nombrar sólo un ejemplo, la estructura de doble hélice de la molécula de ADN, ahora aclamada como el mayor avance biológico de la segunda mitad del siglo XX, siguió siendo considerada por muchos como poco más que una posibilidad teórica años después de su publicación. Incluso Sir Isaac Newton, ese gastado arquetipo de genio científico sobrenatural, tuvo que soportar una guerra intelectual de desgaste de décadas con sus competidores continentales antes de que su ley de gravitación universal fuera ampliamente aceptada fuera de Gran Bretaña.
Entre los casos documentados de revoluciones científicas que se desarrollaron gradualmente, uno destaca por ser a la vez particularmente interesante y sorprendentemente desconocido: la historia de cómo la teoría de la evolución por selección natural de Charles Darwin llegó a ser la idea central y unificadora de la biología. Contrariamente a la creencia popular, ésta no fue una revolución repentina, sino un prolongado proceso de intenso debate académico que comenzó con la publicación de las ideas de Darwin en 1859 y que no cesaría hasta finales de la década de 1940. Durante este período, la diferenciación de la biología en varias nuevas disciplinas creó las condiciones para la apertura de una brecha insalvable entre los naturalistas de formación clásica y una nueva generación de biólogos experimentales. Como resultado, el pensamiento evolucionista se dividió en dos corrientes opuestas que sólo serían reconciliadas con el futuro desarrollo de una teoría unificada de la evolución.
Durante su vida, Darwin presenció cómo su teoría de la selección natural ganaba aceptación y prestigio entre un pequeño círculo de naturalistas y biólogos evolucionistas. Este grupo de darwinistas tempranos incluía a Alfred Newton, primer Profesor de Zoología en la Universidad de Cambridge, quien escribió: “Nunca dudé ni por un instante, ni entonces ni después, de que teníamos uno de los descubrimientos más grandiosos de nuestra época, un descubrimiento tanto más grandioso por su simplicidad” (Newton, 1888, p. 244). A pesar de este limitado éxito, Darwin nunca experimentó el desarrollo definitivo de su teoría, que habría de convertirla en la piedra angular de la biología que es hoy —una condición que se resume mejor en el famoso aforismo de Theodosius Dobzhansky: “Nada en biología tiene sentido excepto a la luz de la evolución”—. De hecho, podría resultar difícil para los biólogos actuales concebir siquiera los extremos de oposición a los que el llamado “darwinismo” se enfrentó desde finales del siglo XIX hasta la década de 1930.
En aquel entonces, el darwinismo era sólo una entre varias teorías discordantes que intentaban explicar los procesos por los cuales se desarrollan las especies biológicas. Algunas de éstas, ahora conocidas como teorías “esencialistas”, se basaban en una noción de especies como “líneas” uniformes de individuos virtualmente idénticos, cada una hecha a imagen de una “esencia” inmutable (un concepto claramente prestado del platonismo). Por lo tanto, el pensamiento esencialista rechazaba la existencia de una variación natural significativa dentro de cada especie. Por otro lado, las teorías “poblacionistas” veían a las especies como poblaciones compuestas de individuos distintos y únicos, y por lo tanto inevitablemente portadores de un grado sustancial de variación biológica natural; ejemplos de dicha variación podrían ser diferencias en el tamaño adulto, el color del pelaje o la forma de las hojas. Además, algunas teorías presumían la existencia de una “herencia blanda”, caracterizada por la noción de que el material hereditario (lo que ahora llamamos “genes”) puede alterarse hasta cierto punto a través de la interacción del organismo con su entorno. La teoría de la evolución de Lamarck por herencia de caracteres adquiridos destaca como un ejemplo notorio de esta corriente, al postular que cualquier cambio fisiológico adquirido por un individuo durante su vida será heredado por sus descendientes. Otras teorías, en cambio, admitían únicamente la “herencia dura”, según la cual el material hereditario no puede modificarse mediante la interacción con el entorno, de modo que los caracteres adquiridos por un individuo durante su vida no se transmiten a su descendencia. La biología moderna ha aportado pruebas contundentes contra la noción de herencia blanda; sabemos que, al menos en los animales, las células germinales que transmiten los genes de un individuo a la siguiente generación están aisladas de otros tejidos, impidiendo así la modificación ambiental del material genético en estas células. (Esto no incluye la exposición sistémica a ciertos agentes agresivos que no se encuentran normalmente en la naturaleza, como los rayos X y los carcinógenos químicos; además, si bien se ha argumentado que los descubrimientos de cambios epigenéticos hereditarios en algunas especies cuestionan la noción de una herencia estrictamente dura, la validez de estos argumentos aún es cuestión de debate.) Por lo tanto, podría resultar sorprendente que casi todas las teorías tempranas de la evolución, incluida la de Darwin, admitieran cierto grado de herencia blanda. En particular, el darwinismo asumía originalmente cierta plasticidad del material genético, de modo que éste podía modificarse hasta cierto punto mediante el uso o desuso de ciertos órganos durante la vida; Darwin creía que dicho proceso facilitaría la selección natural, permitiendo a las especies adaptarse eficazmente a su entorno. Algunos de los partidarios de Darwin, en particular los biólogos August Weismann y Alfred Russell Wallace, desarrollarían más tarde una elaboración de la teoría de Darwin conocida como “neodarwinismo”, que rechazaba definitivamente la posibilidad de cualquier tipo de herencia blanda. A través de sus propios estudios sobre poblaciones naturales en el Sudeste Asiático, Wallace había llegado de forma independiente a una teoría de la evolución fundamentalmente similar, aunque menos desarrollada, que la de Darwin. Fue el conocimiento de este hecho lo que finalmente impulsó a Darwin a publicar la teoría en la que había estado trabajando discretamente durante dos décadas. Antes de la publicación del libro de Darwin, Darwin y Wallace (1858) decidieron presentar un resumen de sus conclusiones en una comunicación conjunta a la Sociedad Linneana de Londres.
Basándose en principios como la herencia blanda y dura, el esencialismo y el poblacionismo, una amplia gama de teorías evolutivas fue propuesta entre las décadas de 1860 y 1940, de las cuales el darwinismo rara vez estuvo entre las favoritas. El principal factor que impulsaba a los científicos a apoyar una teoría sobre otra era su campo particular de especialización, y la cantidad y variedad de dichos campos dentro de la biología se estaba expandiendo como nunca antes, con disciplinas emergentes que incluían la embriología, la citología y la ecología. No obstante, desde la perspectiva del pensamiento evolutivo, una de estas nuevas ciencias sería sin duda la más impactante de todas: la genética, nacida del redescubrimiento inesperado de las leyes de la herencia biológica de Gregor Mendel en el año 1900. Los primeros genetistas se basaron en el conocimiento recuperado de los escritos de Mendel y comenzaron a desarrollar una comprensión detallada de los principios de la mutación genética y la herencia. Sin embargo, la chispa de esta nueva comprensión, lejos de promover un progreso concertado en la biología evolutiva, sirvió para encender un largo y cáustico conflicto entre las diferentes disciplinas biológicas.
Desde el principio, los padres fundadores de la genética se opusieron a la idea de Darwin de la selección natural como principal fuerza impulsora de la evolución. Tanto los primeros genetistas como los primeros paleontólogos interpretaron sus propias observaciones como claramente concordantes con la hipótesis de que las nuevas formas biológicas surgen mediante un cambio discontinuo o “mutación”. Una mutación se definía como una modificación discreta del material genético que causa un cambio fisiológico visible, y a menudo disruptivo, en el organismo. Tales eventos, argumentaban los genetistas, a veces resultarían en la transformación instantánea de una especie existente en una nueva, sin la producción de formas intermedias. Esta teoría, basada implícitamente en principios esencialistas, se conocía como “saltacionismo” debido a su creencia en la especiación por “saltación”, un gran salto evolutivo que conduce de una forma a otra. Ofrecía un contrapunto a la teoría de Darwin, que se basaba en una concepción gradualista de la evolución derivada del pensamiento poblacionalista, según la cual las especies daban lugar a nuevas especies de forma gradual, mediante una sucesión continua de formas intermedias. Por descabellado que pueda parecer hoy, el saltacionismo encajaba a la perfección con las observaciones experimentales de los genetistas, así como con la evidencia paleontológica previa. La extrema escasez del registro fósil impedía a los paleontólogos observar una progresión continua de formas que vincularan dos especies relacionadas, mientras que los genetistas estaban acostumbrados a trabajar con poblaciones uniformes de individuos casi idénticos —normalmente plantas o ratones— para minimizar la interferencia experimental. Los mutantes producidos en estos experimentos genéticos presentaban drásticas modificaciones físicas que eran heredadas por su descendencia de acuerdo con las leyes de Mendel. Parecía lógico, pues, suponer que mutaciones como éstas, eventos poco frecuentes pero altamente disruptivos, fueran la fuerza impulsora del origen de nuevas especies. En defensa de los genetistas, cabe señalar que ahora conocemos casos en los que nuevas especies han surgido mediante una única alteración genética, como la duplicación del genoma completo en algunas plantas. Por lo tanto, la idea de la especiación por saltación no es imposible; pero, como teoría, el saltacionismo carece de la generalidad necesaria para explicar la evolución de la mayoría de especies conocidas.
El darwinismo estaba también plagado por un problema adicional. La base fisiológica de la herencia era completamente desconocida en el siglo XIX, y Darwin había recurrido implícitamente a una teoría conocida como “herencia mixta”, según la cual la constitución de un organismo es un promedio uniforme de las constituciones de sus progenitores. El redescubrimiento y la confirmación del trabajo de Mendel demostraron rápidamente que la herencia no opera de esta manera, sino mediante la segregación de genes discretos de progenitores a descendientes. De hecho, puede demostrarse matemáticamente que la herencia mixta conduciría a una situación en la que cada individuo de una especie mostraría exactamente la misma forma de cada rasgo, eliminando toda la variación natural e imposibilitando así la evolución. Por lo tanto, los genetistas argumentaron que la noción darwinista completa de evolución gradual basada en la variación continua, la herencia mixta y la selección natural, era simplemente insostenible a la luz de sus resultados experimentales. Algunos de los primeros genetistas más distinguidos, como T. H. Morgan y William Bateson —quien tradujo la obra de Mendel al inglés y acuñó el propio término “genética”—, llegaron incluso a declarar que la genética había finalmente puesto fin al darwinismo (véase la cita introductoria al comienzo de este artículo). Sin embargo, cabe recordar que la genética era en sí misma una disciplina controvertida en aquel entonces, compuesta por múltiples corrientes en pugna; y los primeros genetistas, o “mendelianos”, estaban tan ansiosos por establecer la validez de sus propias teorías sobre la herencia como los darwinistas lo estaban por ver reivindicadas sus ideas evolutivas. Además, a pesar de su oposición al darwinismo, las contribuciones de esta primera generación de genetistas —en particular, la elucidación de las leyes de la herencia, el descubrimiento de los genes y los cromosomas, y la refutación de la noción de herencia blanda— acabarían siendo esenciales para el perfeccionamiento de la teoría evolutiva.
A diferencia de los genetistas, los biólogos con formación naturalista, incluyendo zoólogos y botánicos, solían extraer sus conclusiones del estudio directo de poblaciones naturales, e insistían en que sus observaciones de la diversidad natural concordaban perfectamente con la teoría de evolución gradual mediante selección natural de Darwin. La verdadera raíz del desacuerdo probablemente residía en la absoluta falta de comunicación entre ambos bandos: naturalistas y genetistas no sólo sostenían teorías contrapuestas, sino que también seguían enfoques muy distintos en la investigación científica, abordaban diferentes cuestiones biológicas, asistían a distintas reuniones, leían y publicaban en diferentes revistas, e incluso empleaban vocabularios distintos, incluyendo definiciones incompatibles para términos tan fundamentales como “especie” y “mutación”. Además, los genetistas parecían considerar a los naturalistas como amantes de la especulación, incapaces de someter sus ideas a una contrastación adecuada, mientras que los naturalistas tendían a descartar a los genetistas como experimentalistas de mente estrecha y sin experiencia en poblaciones naturales reales. La incomprensión y el resentimiento se agravaron con facilidad en semejante atmósfera, creando gradualmente una brecha cada vez más honda entre ambas disciplinas. Prueba asombrosa de ello es que, cuando una generación más joven de genetistas teóricos y experimentales —incluyendo a Sir Ronald Fisher, J. B. S. Haldane, Sewall Wright y H. J. Muller— comenzó a obtener, a finales de la década de 1910, nuevos resultados que demostraban cómo la acumulación de efectos de numerosos genes heredados discretamente puede dar lugar a la diversidad continua descrita por los naturalistas (véase la figura siguiente), y, por lo tanto, cómo el mendelismo y el neodarwinismo eran, de hecho, compatibles, esto no contribuyó a cerrar la enorme brecha entre genetistas y naturalistas. En cambio, debido al distanciamiento provocado por la constante hostilidad, la comunicación académica se vio tan perjudicada que los naturalistas pasarían décadas perseverando en sus esfuerzos por refutar las ideas ya obsoletas de la anterior generación de genetistas.
Entre los casos documentados de revoluciones científicas que se desarrollaron gradualmente, uno destaca por ser a la vez particularmente interesante y sorprendentemente desconocido: la historia de cómo la teoría de la evolución por selección natural de Charles Darwin llegó a ser la idea central y unificadora de la biología. Contrariamente a la creencia popular, ésta no fue una revolución repentina, sino un prolongado proceso de intenso debate académico que comenzó con la publicación de las ideas de Darwin en 1859 y que no cesaría hasta finales de la década de 1940. Durante este período, la diferenciación de la biología en varias nuevas disciplinas creó las condiciones para la apertura de una brecha insalvable entre los naturalistas de formación clásica y una nueva generación de biólogos experimentales. Como resultado, el pensamiento evolucionista se dividió en dos corrientes opuestas que sólo serían reconciliadas con el futuro desarrollo de una teoría unificada de la evolución.
Durante su vida, Darwin presenció cómo su teoría de la selección natural ganaba aceptación y prestigio entre un pequeño círculo de naturalistas y biólogos evolucionistas. Este grupo de darwinistas tempranos incluía a Alfred Newton, primer Profesor de Zoología en la Universidad de Cambridge, quien escribió: “Nunca dudé ni por un instante, ni entonces ni después, de que teníamos uno de los descubrimientos más grandiosos de nuestra época, un descubrimiento tanto más grandioso por su simplicidad” (Newton, 1888, p. 244). A pesar de este limitado éxito, Darwin nunca experimentó el desarrollo definitivo de su teoría, que habría de convertirla en la piedra angular de la biología que es hoy —una condición que se resume mejor en el famoso aforismo de Theodosius Dobzhansky: “Nada en biología tiene sentido excepto a la luz de la evolución”—. De hecho, podría resultar difícil para los biólogos actuales concebir siquiera los extremos de oposición a los que el llamado “darwinismo” se enfrentó desde finales del siglo XIX hasta la década de 1930.
En aquel entonces, el darwinismo era sólo una entre varias teorías discordantes que intentaban explicar los procesos por los cuales se desarrollan las especies biológicas. Algunas de éstas, ahora conocidas como teorías “esencialistas”, se basaban en una noción de especies como “líneas” uniformes de individuos virtualmente idénticos, cada una hecha a imagen de una “esencia” inmutable (un concepto claramente prestado del platonismo). Por lo tanto, el pensamiento esencialista rechazaba la existencia de una variación natural significativa dentro de cada especie. Por otro lado, las teorías “poblacionistas” veían a las especies como poblaciones compuestas de individuos distintos y únicos, y por lo tanto inevitablemente portadores de un grado sustancial de variación biológica natural; ejemplos de dicha variación podrían ser diferencias en el tamaño adulto, el color del pelaje o la forma de las hojas. Además, algunas teorías presumían la existencia de una “herencia blanda”, caracterizada por la noción de que el material hereditario (lo que ahora llamamos “genes”) puede alterarse hasta cierto punto a través de la interacción del organismo con su entorno. La teoría de la evolución de Lamarck por herencia de caracteres adquiridos destaca como un ejemplo notorio de esta corriente, al postular que cualquier cambio fisiológico adquirido por un individuo durante su vida será heredado por sus descendientes. Otras teorías, en cambio, admitían únicamente la “herencia dura”, según la cual el material hereditario no puede modificarse mediante la interacción con el entorno, de modo que los caracteres adquiridos por un individuo durante su vida no se transmiten a su descendencia. La biología moderna ha aportado pruebas contundentes contra la noción de herencia blanda; sabemos que, al menos en los animales, las células germinales que transmiten los genes de un individuo a la siguiente generación están aisladas de otros tejidos, impidiendo así la modificación ambiental del material genético en estas células. (Esto no incluye la exposición sistémica a ciertos agentes agresivos que no se encuentran normalmente en la naturaleza, como los rayos X y los carcinógenos químicos; además, si bien se ha argumentado que los descubrimientos de cambios epigenéticos hereditarios en algunas especies cuestionan la noción de una herencia estrictamente dura, la validez de estos argumentos aún es cuestión de debate.) Por lo tanto, podría resultar sorprendente que casi todas las teorías tempranas de la evolución, incluida la de Darwin, admitieran cierto grado de herencia blanda. En particular, el darwinismo asumía originalmente cierta plasticidad del material genético, de modo que éste podía modificarse hasta cierto punto mediante el uso o desuso de ciertos órganos durante la vida; Darwin creía que dicho proceso facilitaría la selección natural, permitiendo a las especies adaptarse eficazmente a su entorno. Algunos de los partidarios de Darwin, en particular los biólogos August Weismann y Alfred Russell Wallace, desarrollarían más tarde una elaboración de la teoría de Darwin conocida como “neodarwinismo”, que rechazaba definitivamente la posibilidad de cualquier tipo de herencia blanda. A través de sus propios estudios sobre poblaciones naturales en el Sudeste Asiático, Wallace había llegado de forma independiente a una teoría de la evolución fundamentalmente similar, aunque menos desarrollada, que la de Darwin. Fue el conocimiento de este hecho lo que finalmente impulsó a Darwin a publicar la teoría en la que había estado trabajando discretamente durante dos décadas. Antes de la publicación del libro de Darwin, Darwin y Wallace (1858) decidieron presentar un resumen de sus conclusiones en una comunicación conjunta a la Sociedad Linneana de Londres.
Basándose en principios como la herencia blanda y dura, el esencialismo y el poblacionismo, una amplia gama de teorías evolutivas fue propuesta entre las décadas de 1860 y 1940, de las cuales el darwinismo rara vez estuvo entre las favoritas. El principal factor que impulsaba a los científicos a apoyar una teoría sobre otra era su campo particular de especialización, y la cantidad y variedad de dichos campos dentro de la biología se estaba expandiendo como nunca antes, con disciplinas emergentes que incluían la embriología, la citología y la ecología. No obstante, desde la perspectiva del pensamiento evolutivo, una de estas nuevas ciencias sería sin duda la más impactante de todas: la genética, nacida del redescubrimiento inesperado de las leyes de la herencia biológica de Gregor Mendel en el año 1900. Los primeros genetistas se basaron en el conocimiento recuperado de los escritos de Mendel y comenzaron a desarrollar una comprensión detallada de los principios de la mutación genética y la herencia. Sin embargo, la chispa de esta nueva comprensión, lejos de promover un progreso concertado en la biología evolutiva, sirvió para encender un largo y cáustico conflicto entre las diferentes disciplinas biológicas.
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Ilustración de la herencia de caracteres de las semillas de guisante (Fig. 3 en Bateson, 1909). Una planta de una variedad con semillas redondas y verdes, al ser fertilizada con polen de una variedad con semillas amarillas u rugosas, produce semillas redondas y amarillas (YR). En términos genéticos, esto indica que los caracteres de “redondez” y “amarillez” son dominantes. Sin embargo, al cruzarse entre sí, las semillas de estas nuevas plantas (F2) presentan una distribución de caracteres que se ajusta con precisión a las leyes de la herencia de Mendel. |
Desde el principio, los padres fundadores de la genética se opusieron a la idea de Darwin de la selección natural como principal fuerza impulsora de la evolución. Tanto los primeros genetistas como los primeros paleontólogos interpretaron sus propias observaciones como claramente concordantes con la hipótesis de que las nuevas formas biológicas surgen mediante un cambio discontinuo o “mutación”. Una mutación se definía como una modificación discreta del material genético que causa un cambio fisiológico visible, y a menudo disruptivo, en el organismo. Tales eventos, argumentaban los genetistas, a veces resultarían en la transformación instantánea de una especie existente en una nueva, sin la producción de formas intermedias. Esta teoría, basada implícitamente en principios esencialistas, se conocía como “saltacionismo” debido a su creencia en la especiación por “saltación”, un gran salto evolutivo que conduce de una forma a otra. Ofrecía un contrapunto a la teoría de Darwin, que se basaba en una concepción gradualista de la evolución derivada del pensamiento poblacionalista, según la cual las especies daban lugar a nuevas especies de forma gradual, mediante una sucesión continua de formas intermedias. Por descabellado que pueda parecer hoy, el saltacionismo encajaba a la perfección con las observaciones experimentales de los genetistas, así como con la evidencia paleontológica previa. La extrema escasez del registro fósil impedía a los paleontólogos observar una progresión continua de formas que vincularan dos especies relacionadas, mientras que los genetistas estaban acostumbrados a trabajar con poblaciones uniformes de individuos casi idénticos —normalmente plantas o ratones— para minimizar la interferencia experimental. Los mutantes producidos en estos experimentos genéticos presentaban drásticas modificaciones físicas que eran heredadas por su descendencia de acuerdo con las leyes de Mendel. Parecía lógico, pues, suponer que mutaciones como éstas, eventos poco frecuentes pero altamente disruptivos, fueran la fuerza impulsora del origen de nuevas especies. En defensa de los genetistas, cabe señalar que ahora conocemos casos en los que nuevas especies han surgido mediante una única alteración genética, como la duplicación del genoma completo en algunas plantas. Por lo tanto, la idea de la especiación por saltación no es imposible; pero, como teoría, el saltacionismo carece de la generalidad necesaria para explicar la evolución de la mayoría de especies conocidas.
El darwinismo estaba también plagado por un problema adicional. La base fisiológica de la herencia era completamente desconocida en el siglo XIX, y Darwin había recurrido implícitamente a una teoría conocida como “herencia mixta”, según la cual la constitución de un organismo es un promedio uniforme de las constituciones de sus progenitores. El redescubrimiento y la confirmación del trabajo de Mendel demostraron rápidamente que la herencia no opera de esta manera, sino mediante la segregación de genes discretos de progenitores a descendientes. De hecho, puede demostrarse matemáticamente que la herencia mixta conduciría a una situación en la que cada individuo de una especie mostraría exactamente la misma forma de cada rasgo, eliminando toda la variación natural e imposibilitando así la evolución. Por lo tanto, los genetistas argumentaron que la noción darwinista completa de evolución gradual basada en la variación continua, la herencia mixta y la selección natural, era simplemente insostenible a la luz de sus resultados experimentales. Algunos de los primeros genetistas más distinguidos, como T. H. Morgan y William Bateson —quien tradujo la obra de Mendel al inglés y acuñó el propio término “genética”—, llegaron incluso a declarar que la genética había finalmente puesto fin al darwinismo (véase la cita introductoria al comienzo de este artículo). Sin embargo, cabe recordar que la genética era en sí misma una disciplina controvertida en aquel entonces, compuesta por múltiples corrientes en pugna; y los primeros genetistas, o “mendelianos”, estaban tan ansiosos por establecer la validez de sus propias teorías sobre la herencia como los darwinistas lo estaban por ver reivindicadas sus ideas evolutivas. Además, a pesar de su oposición al darwinismo, las contribuciones de esta primera generación de genetistas —en particular, la elucidación de las leyes de la herencia, el descubrimiento de los genes y los cromosomas, y la refutación de la noción de herencia blanda— acabarían siendo esenciales para el perfeccionamiento de la teoría evolutiva.
A diferencia de los genetistas, los biólogos con formación naturalista, incluyendo zoólogos y botánicos, solían extraer sus conclusiones del estudio directo de poblaciones naturales, e insistían en que sus observaciones de la diversidad natural concordaban perfectamente con la teoría de evolución gradual mediante selección natural de Darwin. La verdadera raíz del desacuerdo probablemente residía en la absoluta falta de comunicación entre ambos bandos: naturalistas y genetistas no sólo sostenían teorías contrapuestas, sino que también seguían enfoques muy distintos en la investigación científica, abordaban diferentes cuestiones biológicas, asistían a distintas reuniones, leían y publicaban en diferentes revistas, e incluso empleaban vocabularios distintos, incluyendo definiciones incompatibles para términos tan fundamentales como “especie” y “mutación”. Además, los genetistas parecían considerar a los naturalistas como amantes de la especulación, incapaces de someter sus ideas a una contrastación adecuada, mientras que los naturalistas tendían a descartar a los genetistas como experimentalistas de mente estrecha y sin experiencia en poblaciones naturales reales. La incomprensión y el resentimiento se agravaron con facilidad en semejante atmósfera, creando gradualmente una brecha cada vez más honda entre ambas disciplinas. Prueba asombrosa de ello es que, cuando una generación más joven de genetistas teóricos y experimentales —incluyendo a Sir Ronald Fisher, J. B. S. Haldane, Sewall Wright y H. J. Muller— comenzó a obtener, a finales de la década de 1910, nuevos resultados que demostraban cómo la acumulación de efectos de numerosos genes heredados discretamente puede dar lugar a la diversidad continua descrita por los naturalistas (véase la figura siguiente), y, por lo tanto, cómo el mendelismo y el neodarwinismo eran, de hecho, compatibles, esto no contribuyó a cerrar la enorme brecha entre genetistas y naturalistas. En cambio, debido al distanciamiento provocado por la constante hostilidad, la comunicación académica se vio tan perjudicada que los naturalistas pasarían décadas perseverando en sus esfuerzos por refutar las ideas ya obsoletas de la anterior generación de genetistas.
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Ilustración del “modelo infinitesimal” de Fisher (1918), que explica la aparición de variación biológica continua a partir de la contribución combinada de un gran número de genes mendelianos discretos, o loci. Cada fila del diagrama presenta una distribución simulada de valores poblacionales para un rasgo determinado por un número creciente de genes individuales. Las barras del lado izquierdo indican el efecto individual de cada gen que contribuye al rasgo (desde sólo dos genes en el caso superior hasta 500 en el caso inferior). El lado derecho proporciona las distribuciones correspondientes de valores de rasgos en la población simulada, mostrando cómo los valores de un rasgo se distribuyen de forma más normal a medida que aumenta el número de genes. Esto explica por qué muchos caracteres fisiológicos en humanos y otras especies siguen una distribución normal o gaussiana. (Imagen: Chamaemelum/Wikimedia Commons.) |
De este modo, naturalistas y genetistas avanzaron por caminos separados durante las tres primeras décadas del siglo XX, cada uno arrastrando sus propias cargas conceptuales: los naturalistas mantenían perspectivas obsoletas sobre la naturaleza de la mutación genética y la herencia; los genetistas se veían obstaculizados por las perspectivas saltacionistas y por la creencia en que la evolución de las especies podía comprenderse mediante la extrapolación de la evolución de mutaciones individuales en entornos experimentales. Incluso en la década de 1930, cuando experimentos cruciales en selección artificial, junto con el trabajo de los primeros genetistas matemáticos, demostraron sin lugar a dudas la realidad de la evolución por selección natural, los libros de texto especializados aún enumeraban hasta seis teorías de la evolución como potencialmente correctas.
Este estancamiento finalmente se disiparía en la década de 1940, principalmente gracias a la perspicacia de un paleontólogo, George Simpson, y dos zoólogos, Julian Huxley y Bernhard Rensch. Quizás los únicos científicos de su generación que habían acumulado un profundo conocimiento de los últimos avances en cada una de las disciplinas relevantes, en tres libros independientes, Huxley (1942), Simpson (1944) y Rensch (1947) describieron cómo los hallazgos de zoólogos, botánicos, genetistas, paleontólogos y otros podían integrarse en un marco teórico coherente capaz de explicar todo el proceso evolutivo. En su libro (que se publicó primero debido a circunstancias derivadas de la Segunda Guerra Mundial), Huxley bautizó esta nueva teoría con el nombre con el que se la conoce hoy: la “síntesis evolutiva moderna”. La síntesis moderna afirma que la evolución gradual de las especies puede explicarse mediante la acumulación de innumerables mutaciones genéticas con efectos generalmente pequeños, junto con la recombinación (la redistribución del material genético a medida que se transmite de progenitores a descendientes) y la acción tanto de la selección natural como de procesos estocásticos sobre la diversidad genética producida por la mutación y la recombinación. Una característica clave de la teoría es que explica cómo estos mecanismos genéticos y selectivos de bajo nivel dan lugar a procesos evolutivos de alto nivel, incluyendo el origen de las especies, géneros y niveles taxonómicos superiores.
La forja de la síntesis evolutiva moderna no fue en sí misma una revolución científica, sino la conclusión a un prolongado cambio de paradigma iniciado por Darwin y Wallace casi un siglo antes. Dicha conclusión no implicó la victoria de una tradición científica sobre otra, sino la fusión de dos marcos conceptuales radicalmente distintos —el naturalismo y el experimentalismo— en un todo. Para que alcanzar tal hito, primero fue necesario superar una serie de obstáculos, surgidos del persistente aislamiento entre los dos bandos opuestos. Esto lo lograrían aquéllos que, en lugar de centrarse en su propia especialidad, mostraron curiosidad suficiente para aprender sobre los avances en otros campos, y apertura mental suficiente para percibir los puntos en común latentes bajo el conflicto. El legado de la síntesis moderna es la unificación de la biología evolutiva en un solo campo; tras su llegada, la discordia y la hostilidad que habían reinado durante medio siglo dieron paso a un consenso generalizado. Y los puentes construidos en aquel entonces permanecerían sólidamente en pie hasta el día de hoy: aunque aún hay debate sobre aspectos particulares de la teoría —como las implicaciones conceptuales de la memoria epigenética y el intercambio horizontal de genes entre organismos—, el marco básico de la síntesis ha permanecido esencialmente intacto desde la década de 1940.
La historia de la síntesis evolutiva moderna, nuestro marco actual para comprender la evolución, es valiosa tanto para científicos como para historiadores. La larga serie de descubrimientos y avances conceptuales que vinculan la teoría original de Darwin con nuestra interpretación unificada del proceso evolutivo ofrece un ejemplo ilustrativo de las consecuencias de fenómenos que se han manifestado una y otra vez en la historia de la ciencia: resistencia a nuevas ideas, comunicación deficiente agravada por diferencias semánticas, y especialización excesiva que genera sentimientos tribalistas de superioridad hacia otras disciplinas. Con suerte, esta historia también ofrecerá una lección sobre el estudio de la historia de las ideas científicas, y cómo éste permite una comprensión mucho más profunda que el mero estudio de sus definiciones; pues, mientras que las definiciones aspiran a la simplicidad y la rotundidad, la historia de la ciencia transmite la verdad de que la ciencia es un proceso vivo, cuyo progreso es fundamentalmente arduo, gradual, y absolutamente plagado de discordia.
Este estancamiento finalmente se disiparía en la década de 1940, principalmente gracias a la perspicacia de un paleontólogo, George Simpson, y dos zoólogos, Julian Huxley y Bernhard Rensch. Quizás los únicos científicos de su generación que habían acumulado un profundo conocimiento de los últimos avances en cada una de las disciplinas relevantes, en tres libros independientes, Huxley (1942), Simpson (1944) y Rensch (1947) describieron cómo los hallazgos de zoólogos, botánicos, genetistas, paleontólogos y otros podían integrarse en un marco teórico coherente capaz de explicar todo el proceso evolutivo. En su libro (que se publicó primero debido a circunstancias derivadas de la Segunda Guerra Mundial), Huxley bautizó esta nueva teoría con el nombre con el que se la conoce hoy: la “síntesis evolutiva moderna”. La síntesis moderna afirma que la evolución gradual de las especies puede explicarse mediante la acumulación de innumerables mutaciones genéticas con efectos generalmente pequeños, junto con la recombinación (la redistribución del material genético a medida que se transmite de progenitores a descendientes) y la acción tanto de la selección natural como de procesos estocásticos sobre la diversidad genética producida por la mutación y la recombinación. Una característica clave de la teoría es que explica cómo estos mecanismos genéticos y selectivos de bajo nivel dan lugar a procesos evolutivos de alto nivel, incluyendo el origen de las especies, géneros y niveles taxonómicos superiores.
La forja de la síntesis evolutiva moderna no fue en sí misma una revolución científica, sino la conclusión a un prolongado cambio de paradigma iniciado por Darwin y Wallace casi un siglo antes. Dicha conclusión no implicó la victoria de una tradición científica sobre otra, sino la fusión de dos marcos conceptuales radicalmente distintos —el naturalismo y el experimentalismo— en un todo. Para que alcanzar tal hito, primero fue necesario superar una serie de obstáculos, surgidos del persistente aislamiento entre los dos bandos opuestos. Esto lo lograrían aquéllos que, en lugar de centrarse en su propia especialidad, mostraron curiosidad suficiente para aprender sobre los avances en otros campos, y apertura mental suficiente para percibir los puntos en común latentes bajo el conflicto. El legado de la síntesis moderna es la unificación de la biología evolutiva en un solo campo; tras su llegada, la discordia y la hostilidad que habían reinado durante medio siglo dieron paso a un consenso generalizado. Y los puentes construidos en aquel entonces permanecerían sólidamente en pie hasta el día de hoy: aunque aún hay debate sobre aspectos particulares de la teoría —como las implicaciones conceptuales de la memoria epigenética y el intercambio horizontal de genes entre organismos—, el marco básico de la síntesis ha permanecido esencialmente intacto desde la década de 1940.
La historia de la síntesis evolutiva moderna, nuestro marco actual para comprender la evolución, es valiosa tanto para científicos como para historiadores. La larga serie de descubrimientos y avances conceptuales que vinculan la teoría original de Darwin con nuestra interpretación unificada del proceso evolutivo ofrece un ejemplo ilustrativo de las consecuencias de fenómenos que se han manifestado una y otra vez en la historia de la ciencia: resistencia a nuevas ideas, comunicación deficiente agravada por diferencias semánticas, y especialización excesiva que genera sentimientos tribalistas de superioridad hacia otras disciplinas. Con suerte, esta historia también ofrecerá una lección sobre el estudio de la historia de las ideas científicas, y cómo éste permite una comprensión mucho más profunda que el mero estudio de sus definiciones; pues, mientras que las definiciones aspiran a la simplicidad y la rotundidad, la historia de la ciencia transmite la verdad de que la ciencia es un proceso vivo, cuyo progreso es fundamentalmente arduo, gradual, y absolutamente plagado de discordia.
Referencias
Bateson, W. (1909). Mendel’s Principles of Heredity (Cambridge University Press).
Darwin, C., Wallace, A.R. (1858). On the Tendency of Species to form Varieties; and on the Perpetuation of Varieties and Species by Natural Means of Selection. Journal of the Proceedings of the Linnean Society of London. Zoology, 3 (9): 45–62.
Darwin, C. (1859). On the Origin of Species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life (John Murray).
Fisher, R.A. (1918). The Correlation between Relatives on the Supposition of Mendelian Inheritance. Transactions of the Royal Society of Edinburgh, 52 (2): 399–433.
Huxley, J. (1942). Evolution: The Modern Synthesis (Allen and Unwin).
Mayr, E. (1980). ‘Some Thoughts on the History of the Evolutionary Synthesis’, in The Evolutionary Synthesis: Perspectives on the Unification of Biology (Harvard University Press).
Newton, A. (1888). Early days of Darwinism. Macmillan’s Magazine, 57: 241–249.
Rensch, B. (1947). Neuere Probleme der Abstammungslehre (Enke).
Simpson, G.G. (1944). Tempo and Mode in Evolution (Columbia University Press).
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Darwin, C., Wallace, A.R. (1858). On the Tendency of Species to form Varieties; and on the Perpetuation of Varieties and Species by Natural Means of Selection. Journal of the Proceedings of the Linnean Society of London. Zoology, 3 (9): 45–62.
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