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Sunday, July 20, 2025

La lucha por la supervivencia de la evolución


Este artículo es una versión revisada de Evolución en evolución (2019), escrita para el Magdalene College Magazine (2024–25).

El concepto de la evolución como un proceso que conlleva la transformación gradual de masas de individuos por medio de la acumulación de cambios impalpables es un concepto cuya falsedad es inmediatamente demostrada por el estudio de la genética. De una vez por todas, esa carga, tan gratuitamente asumida por los evolucionistas del siglo pasado en ignorancia de la fisiología genética, puede ser relegada al olvido.

William Bateson (1909), p. 289


La primera edición de El Origen de las Especies (1859) de Charles Darwin.
(Imagen: Scott Thomas Images.)


EXISTE UNA CONCEPCIÓN popular generalizada de las revoluciones científicas como eventos singulares que se despliegan, fulminantes y definitivos, en un abrir y cerrar de ojos. Nombres como Galileo, Newton o Einstein se invocan típicamente como figuras míticas, con una capacidad milagrosa para transformar por sí solas nuestra visión del mundo. Sin embargo, parece que las rupturas de paradigma drásticas y radicales que asociamos con las revoluciones científicas son bastante más difíciles de encontrar hoy en día. Se podría especular —y se nos perdonaría— que ésta podría ser la consecuencia de ciertos cambios en la naturaleza del trabajo académico, los cuales han frenado el progreso de la investigación para hacer sitio a un volumen cada vez mayor de papeleo ineludible. Pero lo cierto es que, en lugar de estancarse, el progreso científico es ahora considerablemente más rápido que nunca antes. La verdadera razón por la que hoy en día no encontramos revoluciones científicas tan agudas y repentinas como las que se encuentran en los libros de divulgación científica es que tales eventos no son revoluciones en el sentido habitual de la palabra. En lugar de cambios cataclísmicos, estos son procesos fastidiosamente prolongados, que requieren décadas de trabajo científico acumulativo para madurar y desarrollarse. Si bien tanto los divulgadores científicos como los propios científicos, por no mencionar la industria cinematográfica, suelen ser culpables de tergiversar los descubrimientos científicos a base de filtrarlos a través de una lente dramática pseudo-wagneriana, la realidad es que, al ser los académicos criaturas escépticas y orgullosas por naturaleza, cada gran cambio conceptual tiene que filtrarse lentamente, en lugar de verterse directamente, en el pozo del conocimiento aceptado. Por nombrar sólo un ejemplo, la estructura de doble hélice de la molécula de ADN, ahora aclamada como el mayor avance biológico de la segunda mitad del siglo XX, siguió siendo considerada por muchos como poco más que una posibilidad teórica años después de su publicación. Incluso Sir Isaac Newton, ese gastado arquetipo de genio científico sobrenatural, tuvo que soportar una guerra intelectual de desgaste de décadas con sus competidores continentales antes de que su ley de gravitación universal fuera ampliamente aceptada fuera de Gran Bretaña.

Entre los casos documentados de revoluciones científicas que se desarrollaron gradualmente, uno destaca por ser a la vez particularmente interesante y sorprendentemente desconocido: la historia de cómo la teoría de la evolución por selección natural de Charles Darwin llegó a ser la idea central y unificadora de la biología. Contrariamente a la creencia popular, ésta no fue una revolución repentina, sino un prolongado proceso de intenso debate académico que comenzó con la publicación de las ideas de Darwin en 1859 y que no cesaría hasta finales de la década de 1940. Durante este período, la diferenciación de la biología en varias nuevas disciplinas creó las condiciones para la apertura de una brecha insalvable entre los naturalistas de formación clásica y una nueva generación de biólogos experimentales. Como resultado, el pensamiento evolucionista se dividió en dos corrientes opuestas que sólo serían reconciliadas con el futuro desarrollo de una teoría unificada de la evolución.

Durante su vida, Darwin presenció cómo su teoría de la selección natural ganaba aceptación y prestigio entre un pequeño círculo de naturalistas y biólogos evolucionistas. Este grupo de darwinistas tempranos incluía a Alfred Newton, primer Profesor de Zoología en la Universidad de Cambridge, quien escribió: “Nunca dudé ni por un instante, ni entonces ni después, de que teníamos uno de los descubrimientos más grandiosos de nuestra época, un descubrimiento tanto más grandioso por su simplicidad” (Newton, 1888, p. 244). A pesar de este limitado éxito, Darwin nunca experimentó el desarrollo definitivo de su teoría, que habría de convertirla en la piedra angular de la biología que es hoy —una condición que se resume mejor en el famoso aforismo de Theodosius Dobzhansky: “Nada en biología tiene sentido excepto a la luz de la evolución”—. De hecho, podría resultar difícil para los biólogos actuales concebir siquiera los extremos de oposición a los que el llamado “darwinismo” se enfrentó desde finales del siglo XIX hasta la década de 1930.

En aquel entonces, el darwinismo era sólo una entre varias teorías discordantes que intentaban explicar los procesos por los cuales se desarrollan las especies biológicas. Algunas de éstas, ahora conocidas como teorías “esencialistas”, se basaban en una noción de especies como “líneas” uniformes de individuos virtualmente idénticos, cada una hecha a imagen de una “esencia” inmutable (un concepto claramente prestado del platonismo). Por lo tanto, el pensamiento esencialista rechazaba la existencia de una variación natural significativa dentro de cada especie. Por otro lado, las teorías “poblacionistas” veían a las especies como poblaciones compuestas de individuos distintos y únicos, y por lo tanto inevitablemente portadores de un grado sustancial de variación biológica natural; ejemplos de dicha variación podrían ser diferencias en el tamaño adulto, el color del pelaje o la forma de las hojas. Además, algunas teorías presumían la existencia de una “herencia blanda”, caracterizada por la noción de que el material hereditario (lo que ahora llamamos “genes”) puede alterarse hasta cierto punto a través de la interacción del organismo con su entorno. La teoría de la evolución de Lamarck por herencia de caracteres adquiridos destaca como un ejemplo notorio de esta corriente, al postular que cualquier cambio fisiológico adquirido por un individuo durante su vida será heredado por sus descendientes. Otras teorías, en cambio, admitían únicamente la “herencia dura”, según la cual el material hereditario no puede modificarse mediante la interacción con el entorno, de modo que los caracteres adquiridos por un individuo durante su vida no se transmiten a su descendencia. La biología moderna ha aportado pruebas contundentes contra la noción de herencia blanda; sabemos que, al menos en los animales, las células germinales que transmiten los genes de un individuo a la siguiente generación están aisladas de otros tejidos, impidiendo así la modificación ambiental del material genético en estas células. (Esto no incluye la exposición sistémica a ciertos agentes agresivos que no se encuentran normalmente en la naturaleza, como los rayos X y los carcinógenos químicos; además, si bien se ha argumentado que los descubrimientos de cambios epigenéticos hereditarios en algunas especies cuestionan la noción de una herencia estrictamente dura, la validez de estos argumentos aún es cuestión de debate.) Por lo tanto, podría resultar sorprendente que casi todas las teorías tempranas de la evolución, incluida la de Darwin, admitieran cierto grado de herencia blanda. En particular, el darwinismo asumía originalmente cierta plasticidad del material genético, de modo que éste podía modificarse hasta cierto punto mediante el uso o desuso de ciertos órganos durante la vida; Darwin creía que dicho proceso facilitaría la selección natural, permitiendo a las especies adaptarse eficazmente a su entorno. Algunos de los partidarios de Darwin, en particular los biólogos August Weismann y Alfred Russell Wallace, desarrollarían más tarde una elaboración de la teoría de Darwin conocida como “neodarwinismo”, que rechazaba definitivamente la posibilidad de cualquier tipo de herencia blanda. A través de sus propios estudios sobre poblaciones naturales en el Sudeste Asiático, Wallace había llegado de forma independiente a una teoría de la evolución fundamentalmente similar, aunque menos desarrollada, que la de Darwin. Fue el conocimiento de este hecho lo que finalmente impulsó a Darwin a publicar la teoría en la que había estado trabajando discretamente durante dos décadas. Antes de la publicación del libro de Darwin, Darwin y Wallace (1858) decidieron presentar un resumen de sus conclusiones en una comunicación conjunta a la Sociedad Linneana de Londres.

Basándose en principios como la herencia blanda y dura, el esencialismo y el poblacionismo, una amplia gama de teorías evolutivas fue propuesta entre las décadas de 1860 y 1940, de las cuales el darwinismo rara vez estuvo entre las favoritas. El principal factor que impulsaba a los científicos a apoyar una teoría sobre otra era su campo particular de especialización, y la cantidad y variedad de dichos campos dentro de la biología se estaba expandiendo como nunca antes, con disciplinas emergentes que incluían la embriología, la citología y la ecología. No obstante, desde la perspectiva del pensamiento evolutivo, una de estas nuevas ciencias sería sin duda la más impactante de todas: la genética, nacida del redescubrimiento inesperado de las leyes de la herencia biológica de Gregor Mendel en el año 1900. Los primeros genetistas se basaron en el conocimiento recuperado de los escritos de Mendel y comenzaron a desarrollar una comprensión detallada de los principios de la mutación genética y la herencia. Sin embargo, la chispa de esta nueva comprensión, lejos de promover un progreso concertado en la biología evolutiva, sirvió para encender un largo y cáustico conflicto entre las diferentes disciplinas biológicas.


Ilustración de la herencia de caracteres de las semillas de guisante (Fig. 3 en Bateson, 1909). Una planta de una variedad con semillas redondas y verdes, al ser fertilizada con polen de una variedad con semillas amarillas u rugosas, produce semillas redondas y amarillas (YR). En términos genéticos, esto indica que los caracteres de “redondez” y “amarillez” son dominantes. Sin embargo, al cruzarse entre sí, las semillas de estas nuevas plantas (F2) presentan una distribución de caracteres que se ajusta con precisión a las leyes de la herencia de Mendel.


Desde el principio, los padres fundadores de la genética se opusieron a la idea de Darwin de la selección natural como principal fuerza impulsora de la evolución. Tanto los primeros genetistas como los primeros paleontólogos interpretaron sus propias observaciones como claramente concordantes con la hipótesis de que las nuevas formas biológicas surgen mediante un cambio discontinuo o “mutación”. Una mutación se definía como una modificación discreta del material genético que causa un cambio fisiológico visible, y a menudo disruptivo, en el organismo. Tales eventos, argumentaban los genetistas, a veces resultarían en la transformación instantánea de una especie existente en una nueva, sin la producción de formas intermedias. Esta teoría, basada implícitamente en principios esencialistas, se conocía como “saltacionismo” debido a su creencia en la especiación por “saltación”, un gran salto evolutivo que conduce de una forma a otra. Ofrecía un contrapunto a la teoría de Darwin, que se basaba en una concepción gradualista de la evolución derivada del pensamiento poblacionalista, según la cual las especies daban lugar a nuevas especies de forma gradual, mediante una sucesión continua de formas intermedias. Por descabellado que pueda parecer hoy, el saltacionismo encajaba a la perfección con las observaciones experimentales de los genetistas, así como con la evidencia paleontológica previa. La extrema escasez del registro fósil impedía a los paleontólogos observar una progresión continua de formas que vincularan dos especies relacionadas, mientras que los genetistas estaban acostumbrados a trabajar con poblaciones uniformes de individuos casi idénticos —normalmente plantas o ratones— para minimizar la interferencia experimental. Los mutantes producidos en estos experimentos genéticos presentaban drásticas modificaciones físicas que eran heredadas por su descendencia de acuerdo con las leyes de Mendel. Parecía lógico, pues, suponer que mutaciones como éstas, eventos poco frecuentes pero altamente disruptivos, fueran la fuerza impulsora del origen de nuevas especies. En defensa de los genetistas, cabe señalar que ahora conocemos casos en los que nuevas especies han surgido mediante una única alteración genética, como la duplicación del genoma completo en algunas plantas. Por lo tanto, la idea de la especiación por saltación no es imposible; pero, como teoría, el saltacionismo carece de la generalidad necesaria para explicar la evolución de la mayoría de especies conocidas.

El darwinismo estaba también plagado por un problema adicional. La base fisiológica de la herencia era completamente desconocida en el siglo XIX, y Darwin había recurrido implícitamente a una teoría conocida como “herencia mixta”, según la cual la constitución de un organismo es un promedio uniforme de las constituciones de sus progenitores. El redescubrimiento y la confirmación del trabajo de Mendel demostraron rápidamente que la herencia no opera de esta manera, sino mediante la segregación de genes discretos de progenitores a descendientes. De hecho, puede demostrarse matemáticamente que la herencia mixta conduciría a una situación en la que cada individuo de una especie mostraría exactamente la misma forma de cada rasgo, eliminando toda la variación natural e imposibilitando así la evolución. Por lo tanto, los genetistas argumentaron que la noción darwinista completa de evolución gradual basada en la variación continua, la herencia mixta y la selección natural, era simplemente insostenible a la luz de sus resultados experimentales. Algunos de los primeros genetistas más distinguidos, como T. H. Morgan y William Bateson —quien tradujo la obra de Mendel al inglés y acuñó el propio término “genética”—, llegaron incluso a declarar que la genética había finalmente puesto fin al darwinismo (véase la cita introductoria al comienzo de este artículo). Sin embargo, cabe recordar que la genética era en sí misma una disciplina controvertida en aquel entonces, compuesta por múltiples corrientes en pugna; y los primeros genetistas, o “mendelianos”, estaban tan ansiosos por establecer la validez de sus propias teorías sobre la herencia como los darwinistas lo estaban por ver reivindicadas sus ideas evolutivas. Además, a pesar de su oposición al darwinismo, las contribuciones de esta primera generación de genetistas —en particular, la elucidación de las leyes de la herencia, el descubrimiento de los genes y los cromosomas, y la refutación de la noción de herencia blanda— acabarían siendo esenciales para el perfeccionamiento de la teoría evolutiva.

A diferencia de los genetistas, los biólogos con formación naturalista, incluyendo zoólogos y botánicos, solían extraer sus conclusiones del estudio directo de poblaciones naturales, e insistían en que sus observaciones de la diversidad natural concordaban perfectamente con la teoría de evolución gradual mediante selección natural de Darwin. La verdadera raíz del desacuerdo probablemente residía en la absoluta falta de comunicación entre ambos bandos: naturalistas y genetistas no sólo sostenían teorías contrapuestas, sino que también seguían enfoques muy distintos en la investigación científica, abordaban diferentes cuestiones biológicas, asistían a distintas reuniones, leían y publicaban en diferentes revistas, e incluso empleaban vocabularios distintos, incluyendo definiciones incompatibles para términos tan fundamentales como “especie” y “mutación”. Además, los genetistas parecían considerar a los naturalistas como amantes de la especulación, incapaces de someter sus ideas a una contrastación adecuada, mientras que los naturalistas tendían a descartar a los genetistas como experimentalistas de mente estrecha y sin experiencia en poblaciones naturales reales. La incomprensión y el resentimiento se agravaron con facilidad en semejante atmósfera, creando gradualmente una brecha cada vez más honda entre ambas disciplinas. Prueba asombrosa de ello es que, cuando una generación más joven de genetistas teóricos y experimentales —incluyendo a Sir Ronald Fisher, J. B. S. Haldane, Sewall Wright y H. J. Muller— comenzó a obtener, a finales de la década de 1910, nuevos resultados que demostraban cómo la acumulación de efectos de numerosos genes heredados discretamente puede dar lugar a la diversidad continua descrita por los naturalistas (véase la figura siguiente), y, por lo tanto, cómo el mendelismo y el neodarwinismo eran, de hecho, compatibles, esto no contribuyó a cerrar la enorme brecha entre genetistas y naturalistas. En cambio, debido al distanciamiento provocado por la constante hostilidad, la comunicación académica se vio tan perjudicada que los naturalistas pasarían décadas perseverando en sus esfuerzos por refutar las ideas ya obsoletas de la anterior generación de genetistas.


Ilustración del “modelo infinitesimal” de Fisher (1918), que explica la aparición de variación biológica continua a partir de la contribución combinada de un gran número de genes mendelianos discretos, o loci. Cada fila del diagrama presenta una distribución simulada de valores poblacionales para un rasgo determinado por un número creciente de genes individuales. Las barras del lado izquierdo indican el efecto individual de cada gen que contribuye al rasgo (desde sólo dos genes en el caso superior hasta 500 en el caso inferior). El lado derecho proporciona las distribuciones correspondientes de valores de rasgos en la población simulada, mostrando cómo los valores de un rasgo se distribuyen de forma más normal a medida que aumenta el número de genes. Esto explica por qué muchos caracteres fisiológicos en humanos y otras especies siguen una distribución normal o gaussiana.
(Imagen: Chamaemelum/Wikimedia Commons.)


De este modo, naturalistas y genetistas avanzaron por caminos separados durante las tres primeras décadas del siglo XX, cada uno arrastrando sus propias cargas conceptuales: los naturalistas mantenían perspectivas obsoletas sobre la naturaleza de la mutación genética y la herencia; los genetistas se veían obstaculizados por las perspectivas saltacionistas y por la creencia en que la evolución de las especies podía comprenderse mediante la extrapolación de la evolución de mutaciones individuales en entornos experimentales. Incluso en la década de 1930, cuando experimentos cruciales en selección artificial, junto con el trabajo de los primeros genetistas matemáticos, demostraron sin lugar a dudas la realidad de la evolución por selección natural, los libros de texto especializados aún enumeraban hasta seis teorías de la evolución como potencialmente correctas.

Este estancamiento finalmente se disiparía en la década de 1940, principalmente gracias a la perspicacia de un paleontólogo, George Simpson, y dos zoólogos, Julian Huxley y Bernhard Rensch. Quizás los únicos científicos de su generación que habían acumulado un profundo conocimiento de los últimos avances en cada una de las disciplinas relevantes, en tres libros independientes, Huxley (1942), Simpson (1944) y Rensch (1947) describieron cómo los hallazgos de zoólogos, botánicos, genetistas, paleontólogos y otros podían integrarse en un marco teórico coherente capaz de explicar todo el proceso evolutivo. En su libro (que se publicó primero debido a circunstancias derivadas de la Segunda Guerra Mundial), Huxley bautizó esta nueva teoría con el nombre con el que se la conoce hoy: la “síntesis evolutiva moderna”. La síntesis moderna afirma que la evolución gradual de las especies puede explicarse mediante la acumulación de innumerables mutaciones genéticas con efectos generalmente pequeños, junto con la recombinación (la redistribución del material genético a medida que se transmite de progenitores a descendientes) y la acción tanto de la selección natural como de procesos estocásticos sobre la diversidad genética producida por la mutación y la recombinación. Una característica clave de la teoría es que explica cómo estos mecanismos genéticos y selectivos de bajo nivel dan lugar a procesos evolutivos de alto nivel, incluyendo el origen de las especies, géneros y niveles taxonómicos superiores.

La forja de la síntesis evolutiva moderna no fue en sí misma una revolución científica, sino la conclusión a un prolongado cambio de paradigma iniciado por Darwin y Wallace casi un siglo antes. Dicha conclusión no implicó la victoria de una tradición científica sobre otra, sino la fusión de dos marcos conceptuales radicalmente distintos —el naturalismo y el experimentalismo— en un todo. Para que alcanzar tal hito, primero fue necesario superar una serie de obstáculos, surgidos del persistente aislamiento entre los dos bandos opuestos. Esto lo lograrían aquéllos que, en lugar de centrarse en su propia especialidad, mostraron curiosidad suficiente para aprender sobre los avances en otros campos, y apertura mental suficiente para percibir los puntos en común latentes bajo el conflicto. El legado de la síntesis moderna es la unificación de la biología evolutiva en un solo campo; tras su llegada, la discordia y la hostilidad que habían reinado durante medio siglo dieron paso a un consenso generalizado. Y los puentes construidos en aquel entonces permanecerían sólidamente en pie hasta el día de hoy: aunque aún hay debate sobre aspectos particulares de la teoría —como las implicaciones conceptuales de la memoria epigenética y el intercambio horizontal de genes entre organismos—, el marco básico de la síntesis ha permanecido esencialmente intacto desde la década de 1940.

La historia de la síntesis evolutiva moderna, nuestro marco actual para comprender la evolución, es valiosa tanto para científicos como para historiadores. La larga serie de descubrimientos y avances conceptuales que vinculan la teoría original de Darwin con nuestra interpretación unificada del proceso evolutivo ofrece un ejemplo ilustrativo de las consecuencias de fenómenos que se han manifestado una y otra vez en la historia de la ciencia: resistencia a nuevas ideas, comunicación deficiente agravada por diferencias semánticas, y especialización excesiva que genera sentimientos tribalistas de superioridad hacia otras disciplinas. Con suerte, esta historia también ofrecerá una lección sobre el estudio de la historia de las ideas científicas, y cómo éste permite una comprensión mucho más profunda que el mero estudio de sus definiciones; pues, mientras que las definiciones aspiran a la simplicidad y la rotundidad, la historia de la ciencia transmite la verdad de que la ciencia es un proceso vivo, cuyo progreso es fundamentalmente arduo, gradual, y absolutamente plagado de discordia.



Referencias
Bateson, W. (1909). Mendel’s Principles of Heredity (Cambridge University Press).
Darwin, C., Wallace, A.R. (1858). On the Tendency of Species to form Varieties; and on the Perpetuation of Varieties and Species by Natural Means of Selection. Journal of the Proceedings of the Linnean Society of London. Zoology, 3 (9): 45–62.
Darwin, C. (1859). On the Origin of Species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life (John Murray).
Fisher, R.A. (1918). The Correlation between Relatives on the Supposition of Mendelian Inheritance. Transactions of the Royal Society of Edinburgh, 52 (2): 399–433.
Huxley, J. (1942). Evolution: The Modern Synthesis (Allen and Unwin).
Mayr, E. (1980). ‘Some Thoughts on the History of the Evolutionary Synthesis’, in The Evolutionary Synthesis: Perspectives on the Unification of Biology (Harvard University Press).
Newton, A. (1888). Early days of Darwinism. Macmillan’s Magazine, 57: 241–249.
Rensch, B. (1947). Neuere Probleme der Abstammungslehre (Enke).
Simpson, G.G. (1944). Tempo and Mode in Evolution (Columbia University Press).

Monday, November 14, 2022

Las causas del envejecimiento

Por recuperar mi juventud haría cualquier cosa en el mundo, salvo hacer ejercicio, madrugar, o ser respetable.

Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray


Detalle de Anciana y niño con velas (c. 1616–1617) de Pedro Pablo Rubens.


LA ETERNA JUVENTUD es una de las aspiraciones perpetuas de la humanidad. Nadie es inmune a los efectos de la vejez, ya sea en nosotros mismos o en nuestros seres queridos. Sin embargo, más que un elemento ineludible de la condición humana, el envejecimiento es, de hecho, una característica biológica universal de los animales complejos, y quizá incluso de todos los seres vivos. Desde el punto de vista biológico, el envejecimiento es una disminución gradual de la capacidad de las células y tejidos del cuerpo para preservar su propia integridad y desempeñar sus funciones fisiológicas esenciales. La consecuencia última de este proceso es la incapacidad del cuerpo para sostener su propia existencia, conduciendo a una inevitable ‘muerte por vejez’. Sin importar cuánto esfuerzo se dedique a prolongar la vida, los seres humanos y otros animales parecen venir con una ‘fecha de caducidad’ intrínseca. Pero, ¿por qué ha de ser esto así? ¿Cuál es el origen de tan implacable fuerza de degeneración, y cómo es posible que los humanos seamos incapaces de derrotarla?

La cuestión de cuáles son las causas del envejecimiento, que se remonta a los días de Aristóteles, está en realidad compuesta por dos preguntas muy diferentes. La primera es la pregunta de por qué envejecemos: ¿cuál es la razón biológica última por la que los animales no han desarrollado la capacidad de vivir para siempre? La segunda pregunta es aquélla de cómo envejecemos: ¿cuáles son los procesos fisiológicos inmediatos que hacen que el cuerpo animal se deteriore con el tiempo? Aunque debería ser esperable que nuestro grado de conocimiento varíe entre estos dos niveles de análisis, quizá resulte sorprendente el que sea nuestra comprensión de cómo envejecemos, y no por qué envejecemos, la que actualmente se encuentra menos avanzada. En este ensayo se resume la perspectiva científica actual con respecto a estas dos dimensiones del proceso de envejecimiento.

Por qué envejecemos: las causas evolutivas del envejecimiento

La universalidad del envejecimiento en especies animales fue un hecho problemático para los primeros biólogos evolutivos. A mediados del siglo XIX, Charles Darwin propuso que los rasgos biológicos de las especies son producto de la evolución por selección natural y, por tanto, probablemente han sido útiles para la supervivencia y reproducción de generaciones pasadas. ¿Cómo es posible, entonces, que la evolución no haya producido organismos con la habilidad, claramente beneficiosa, de preservar su juventud indefinidamente?

La primera explicación evolutiva del envejecimiento fue propuesta por el biólogo August Weismann a finales del siglo XIX. Defensor temprano de las nuevas ideas de Darwin, Weismann fue una figura clave en el desarrollo de las primeras teorías sobre la herencia biológica. Para él, la paradoja evolutiva del envejecimiento podía resolverse a base de asumir que la longevidad de un animal es, en efecto, producto de la selección natural, pero no debido a un beneficio para el animal en sí, sino para la especie en su conjunto. Weismann propuso que la esperanza de vida de una especie ha evolucionado hasta un valor óptimo, el cual previene que la población se vea asfixiada por una preponderancia de individuos ancianos. Por tanto, según esta teoría, el envejecimiento es un mecanismo de mortalidad desarrollado específicamente para purgar a las generaciones más viejas y menos competitivas de la población, permitiendo así el éxito de individuos más jóvenes. Un detalle fascinante de esta teoría es su sorprendente coincidencia con las ideas del poeta y filósofo romano Lucrecio.

La explicación del envejecimiento propuesta por Weismann, pese a ser intuitivamente convincente, ha sido desmentida por los biólogos evolutivos de generaciones posteriores. Por una parte, el argumento de que los individuos ancianos deberían ser eliminados por ser menos competitivos que los individuos jóvenes invoca inmediatamente la suposición de que los animales experimentan un envejecimiento fisiológico. Sin embargo, para inferir los orígenes evolutivos del envejecimiento, es necesario partir de una población hipotética cuyos individuos no envejezcan y, por tanto, sólo puedan morir a causa de fuerzas extrínsecas como la depredación, la infección, el hambre o los accidentes. En dicha población, no hay razón para suponer que los individuos de mayor edad estarán en desventaja; en todo caso, el hecho de que hayan sobrevivido durante más tiempo implica que, en promedio, son mejores supervivientes. Además, los individuos de mayor edad contarán con una valiosa experiencia en lo que respecta a las tácticas y maniobras de la vida, de modo que deberían ofrecer una competencia formidable a los individuos jóvenes. Por tanto, sin la suposición previa de un proceso de envejecimiento, la muerte de los individuos ancianos no puede defenderse fácilmente como beneficiosa para la especie.

Otro poderoso argumento contra la teoría de Weismann es el hecho, ahora establecido, de que los rasgos que benefician al colectivo a expensas del individuo son evolutivamente inestables. En la mayoría de las situaciones, la selección natural opera abrumadoramente a nivel del individuo: si un ciervo, por ejemplo, es capaz de correr más rápido que sus congéneres, tendrá menor riesgo de ser depredado y, por lo tanto, mayor probabilidad de dejar descendencia, la cual heredará su superior velocidad. De la misma manera, si una especie desarrolla un proceso de envejecimiento que sea beneficioso para la especie pero perjudicial para el individuo, cualquier individuo que envejezca más lentamente que el resto tendrá una ventaja considerable —igual que el ciervo que es capaz de correr más rápido—, por lo que este rasgo se verá favorecido por la selección natural. El envejecimiento, por tanto, no puede haber evolucionado en beneficio exclusivo de la especie; si bien Weismann parece haber juzgado mal las implicaciones de la teoría de Darwin, podría alegarse en su defensa que al propio Darwin no le habría ido mejor. Ha sido sólo tras un siglo y medio de pensamiento que hemos llegado a entender el envejecimiento no como una consecuencia de la acción directa de la selección natural, sino más bien de su fracaso.

Una de las primeras versiones del concepto que subyace a las teorías modernas del envejecimiento fue propuesta por el influyente genetista matemático J.B.S. Haldane. Durante una inspirada serie de conferencias en 1940, Haldane señaló de pasada que la selección natural debería tener poco poder para eliminar un rasgo deletéreo si dicho rasgo solamente se manifiesta tarde en la vida del individuo. Para entender por qué esto es así, consideremos el caso de interés para Haldane: la enfermedad de Huntington. Pese a sus efectos devastadores y fatales, esta condición degenerativa generalmente comienza a manifestarse pasados los treinta años y, por tanto, tiene poco impacto en la capacidad de una persona para tener descendencia. Para cuando finalmente se diagnostica la enfermedad, es probable que los hijos del paciente ya hayan heredado el gen responsable. Haldane dedujo correctamente que éste es el motivo por el que la selección natural no ha sido capaz de suprimir un gen tan pernicioso. El impacto de la enfermedad de Huntington está confinado a la edad adulta, un periodo de la vida en el que la fuerza de la selección natural disminuye drásticamente, dado que la reproducción ya ha tenido lugar. Este periodo se denomina la ‘sombra selectiva’, porque los efectos biológicos confinados a esta etapa son prácticamente invisibles para la evolución.

Diagrama que ilustra el concepto de ‘sombra selectiva’ (selection shadow), que se refiere a la disminución progresiva de la fuerza de la selección natural pasada la edad de madurez reproductiva (A. Báez Ortega).

El primero en aplicar el concepto de la sombra selectiva en la forma de una teoría completa del envejecimiento fue Peter Medawar, ganador del Premio Nobel en 1960. En la década de 1950, Medawar intentó explicar el envejecimiento como el efecto combinado de una colección de ‘genes mutantes’ —versiones alteradas de genes ‘normales’— cuyos efectos solamente aparecen relativamente tarde en la vida del individuo. Al igual que en el caso de la enfermedad de Huntington, las afecciones relacionadas con la edad, como las cataratas, la artritis y la osteoporosis, son de aparición tardía y no tienen impacto en la reproducción, lo cual impide que la selección natural elimine los genes mutantes implicados. Con el paso de miles de generaciones, un gran número de estos genes problemáticos se han ido acumulando ‘a la sombra’ de la selección, fusionándose sus efectos individuales para dar lugar a lo que llamamos envejecimiento. Medawar también captó la importancia de la mortalidad extrínseca, es decir, la tasa de muerte por fuerzas ambientales como la depredación: cuanto más tarde en la vida se expresen los efectos de un gen, menos individuos permanecerán vivos para experimentarlos. Por lo tanto, un gen que contribuya a prolongar la salud del músculo cardíaco durante muchas décadas podrá ser beneficioso para un elefante, pero carece de utilidad para un ratón que, con casi absoluta certeza, será depredado antes de cumplir los dos años.

Sobre la base del trabajo de Medawar, una teoría posterior propuso que el envejecimiento puede surgir de genes que no sólo tienen efectos negativos en la vejez, sino que también proporcionan beneficios en la juventud, cuando la selección natural tiene mayor fuerza. Según esta teoría, el envejecimiento sería un subproducto nocivo tardío de procesos que han sido favorecidos por ser beneficiosos en edades tempranas. El consenso científico actual es que cada una de estas teorías es probablemente correcta en ciertos casos, de forma que algunos componentes del envejecimiento se han originado a través de la acumulación de genes mutantes puramente perjudiciales, mientras que otros son efectos secundarios tardíos de genes beneficiosos.

Un aspecto importante de estas dos teorías evolutivas es que ambas definen el envejecimiento como el resultado de la incapacidad de la selección natural para mantener la integridad fisiológica durante más tiempo del que es realmente útil ‘en la naturaleza’. La idea fundamental es que no es ventajoso, evolutivamente hablando, vivir más de lo que ya vivimos, porque nuestra especie ha evolucionado para que podamos desarrollarnos y reproducirnos mucho antes de que nuestros cuerpos sucumban a la edad. Es más, debido a que el entorno natural de los primeros humanos hacía muy improbable que estos sobrevivieran tanto como nosotros lo hacemos, no ha habido ninguna necesidad evolutiva de una mayor longevidad. Hay que resaltar que nuestro modelo evolutivo del envejecimiento, el cual está bien respaldado por resultados teóricos y empíricos, no depende de qué mecanismos fisiológicos concretos sean responsables del envejecimiento. En otras palabras, aunque ciertamente entendemos por qué el proceso de envejecimiento existe en primer lugar, la escena es bastante distinta cuando consideramos la cuestión de cómo se desarrolla este proceso en un organismo dado.

Cómo envejecemos: causas mecánicas del envejecimiento

Afortunadamente para los científicos jóvenes, nuestras teorías mecanicistas del envejecimiento son mucho más abundantes y están peor respaldadas que las teorías evolutivas. Quizás la pregunta más inmediata con respecto al proceso de envejecimiento es si éste es consecuencia de un único mecanismo fisiológico o de múltiples mecanismos cuyos efectos están aproximadamente sincronizados. Dada la conclusión de que el envejecimiento es producto de la ineficacia de la selección natural, parece probable que este proceso debe de involucrar múltiples —posiblemente muchos— mecanismos no relacionados entre sí.

Como analogía rudimentaria, consideremos la situación de poseer un coche en una ciudad muy insegura, donde los vehículos son robados o dañados constantemente. En tales circunstancias, la decisión acertada sería adquirir un automóvil barato que pueda sobrevivir unos pocos años, y gastar lo menos posible en mantenimiento, ya que de lo contrario nuestra inversión bien podría ser un fracaso. No obstante, si por un golpe de suerte nos encontrásemos conduciendo el mismo coche al cabo de un buen número de años, no debería sorprendernos que nuestro vehículo nos decepcione en cualquier momento, debido precisamente a que es barato y está mal mantenido. Aunque esta analogía expone de manera poco halagadora la razón principal del envejecimiento —calidad y cuidado insuficientes—, no arroja luz alguna en lo que respecta a cuál de los componentes del coche se espera que falle primero. Dado que la degradación del coche es consecuencia de un mantenimiento deficiente, habríamos de esperar que muchos de sus componentes fallen con mayor y mayor frecuencia, hasta el punto en que la máquina en su conjunto sea incapaz de funcionar. Y diferentes procesos pueden ser responsables del fallo de distintos componentes: la transmisión podría desgastarse por pura fricción, mientras que los cilindros podrían sucumbir al hollín. Por lo tanto, aunque la causa última del envejecimiento pueda ser universal, los procesos inmediatamente involucrados en el mismo son múltiples y diversos.

Tal como sugiere esta analogía, la investigación actual sobre el envejecimiento se centra en la difícil tarea de establecer qué procesos fisiológicos contribuyen al envejecimiento, y cómo de importante es cada uno. Una gran variedad de procesos ha sido propuesta como causas mecánicas del envejecimiento; entre los más interesantes de estos se encuentran las ‘rutas de señalización de nutrientes’, que son redes funcionales de moléculas responsables de transmitir las señales fisiológicas que se generan cuando adquirimos nutrientes. La molécula más popular de esta red es la insulina, esencial para la regulación de los niveles de glucosa en sangre. Sin embargo, además de la bien conocida relación entre las deficiencias en la señalización de insulina y la diabetes, se ha descubierto que intervenciones biológicas que interfieren con la señalización de nutrientes pueden prolongar considerablemente la esperanza de vida de muchas especies, tanto vertebradas como invertebradas. Por ejemplo, un tratamiento conocido como ‘restricción calórica’, el cual consiste en limitar permanentemente el suministro de alimentos (o de ciertos nutrientes), se considera la forma más fiable de extender la vida en animales. Además, la desactivación de ciertos genes de señalización de nutrientes, ya sea por mutación o por tratamiento farmacológico, produce efectos similares a los de la restricción calórica. En la década de 1990, Cynthia Kenyon y sus compañeros descubrieron que mutaciones en uno de estos genes duplican la esperanza de vida de los gusanos nematodos, un hallazgo seguido de resultados similares en moscas de la fruta por los grupos de Linda Partridge y Marc Tatar. Por otra parte, la señalización de nutrientes también regula el crecimiento y desarrollo corporales, de modo que los animales sometidos a estas intervenciones tienden a estar atrofiados y mal desarrollados. Curiosamente, aunque la red de efectos moleculares mediante la cual la señalización de nutrientes modula el desarrollo y la longevidad aún no está completamente caracterizada, se cree que ésta es la razón de que las razas de perro pequeñas sean más longevas que las grandes.

Otro importante candidato entre los posibles mecanismos del envejecimiento es el daño molecular. Las células del cuerpo están constantemente expuestas a muchos tipos de daño químico, que pueden alterar las moléculas que las constituyen y comprometer la eficiencia de los procesos celulares. Los tipos de moléculas sujetas a este daño incluyen las proteínas (las cuales son tanto los ‘materiales de construcción’ de la célula como sus ‘herramientas de trabajo’) y el ADN (el cual almacena la información genética del organismo, incluidas las instrucciones para sintetizar proteínas). Un tipo de modificación del ADN que podría jugar un papel en el envejecimiento es el acortamiento de los telómeros, largos tramos de ADN que se encuentran en los extremos de los cromosomas para preservar su estructura, como el herrete al final del cordón de un zapato. Los telómeros se acortan ligeramente cada vez que una célula se divide en dos, hasta que, finalmente, se vuelven demasiado cortos para permitir nuevas divisiones celulares. Aunque se cree que esta erosión de los telómeros constituye una barrera importante contra el cáncer, es posible que también sea una causa del envejecimiento. Recientemente, la bióloga María Blasco y su equipo informaron del sorprendente hallazgo de que la tasa de acortamiento de los telómeros en una especie está relacionada con su esperanza de vida, de modo que los telómeros se erosionan más rápido en especies de vida más corta. No obstante, esta relación se ve oscurecida por el hecho de que las especies con menor esperanza de vida también tienden a ser más pequeñas, y se sabe que el tamaño corporal influye en muchos aspectos de la fisiología animal.

Imagen de microscopía de fluorescencia que muestra la ubicación de los telómeros (en blanco) en los extremos de los cromosomas de una célula humana (en gris). Los telómeros preservan la integridad del ADN en cada cromosoma, y se ha propuesto que su acortamiento con el tiempo es una causa del envejecimiento (NASA/Wikimedia Commons, dominio público).

Recientemente, trabajando junto con Alex Cagan, Íñigo Martincorena y otros investigadores del Wellcome Sanger Institute, hemos explorado la relación entre la esperanza de vida y otra forma común de modificación del ADN: las mutaciones somáticas. Este término se refiere a los cambios que se acumulan en nuestro ADN con el tiempo; tales mutaciones no están presentes inicialmente en ninguna de nuestras células, sino que van siendo adquiridas por células individuales a medida que nuestros cuerpos crecen y envejecen. La hipótesis de que las mutaciones somáticas contribuyen al envejecimiento se planteó por primera vez en la década de 1960, pero su papel exacto sigue siendo una incógnita. Tras caracterizar la tasa de mutación en dieciséis especies de mamíferos, desde ratones hasta jirafas, encontramos una relación muy similar a la descrita para los telómeros: las especies de vida corta mutan más rápido que las de vida más larga, de tal modo que una célula de ratón adquiere tantas mutaciones en dos años como una célula humana en ochenta. Concluimos, además, que este resultado no se ve afectado por la relación entre la longevidad y el tamaño corporal: al menos en mamíferos, la tasa de mutación somática puede emplearse para predecir la esperanza de vida de una especie, independientemente de su tamaño. El hecho de que las tasas de diferentes formas de daño molecular presentan relaciones similares con la esperanza de vida sugiere —aunque no demuestra— que estas clases de daño pueden estar involucradas en el envejecimiento.

Diagrama que muestra la relación inversa entre la esperanza de vida (lifespan) y la tasa de mutación somática (mutation rate) en 16 especies de mamíferos. La tasa de mutación de cada especie es inversamente proporcional a su esperanza de vida, tal que todas las especies tienen un número similar de mutaciones en su ADN al final de sus respectivas vidas. Esta relación está indicada por la línea azul, con el área sombreada marcando una desviación de esta línea por un factor de dos (Fuente: Cagan, Baez-Ortega et al., 2022).

Aunque pueda parecer inconsistente que procesos tan dispares como la señalización de nutrientes y el daño molecular contribuyan al envejecimiento, estos procesos no son tan remotos cuando se observan a la luz de una teoría del envejecimiento conocida como la teoría del ‘soma desechable’. Según esta explicación, la fisiología de los organismos complejos incorpora un equilibrio energético central, mediante el cual la energía adquirida de los nutrientes se distribuye entre los procesos de mantenimiento somático (la preservación del cuerpo mediante la reparación del daño molecular) y reproducción (la preservación de los genes mediante su transmisión a la descendencia). En lugar de lidiar con el origen evolutivo del envejecimiento, esta teoría proporciona un marco para entender su regulación fisiológica. Dado que el cuerpo (o ‘soma’) es, en última instancia, perecedero, el equilibrio energético entre el mantenimiento y la reproducción supuestamente ha sido optimizado por la evolución para favorecer el costoso proceso de reproducción en tiempos de abundancia, y promover procesos de mantenimiento cuando hay escasez de nutrientes. Por tanto, es posible que disrupciones en la señalización de nutrientes modifiquen la tasa de envejecimiento por interferir con el ‘medidor’ de este sistema de asignación de energía, mientras que el daño molecular puede ser simplemente la fuerza que se opone a los procesos de mantenimiento somático. A pesar de la notable coherencia de la teoría del soma desechable, la evidencia de la existencia de un equilibrio energético universal en animales todavía no es concluyente. Es posible que, como tantas otras cosas en la biología, los sistemas de distribución de energía sean cruciales pero no universales: puede que sean relevantes sólo en ciertas especies, o en algunos órganos, o en periodos concretos de la vida. Incluso en esta época de progreso científico sin precedentes, existe una inmensidad de conocimiento por descubrir acerca de los procesos fisiológicos que contribuyen al envejecimiento.

La batalla contra el envejecimiento

Desde los días de Darwin y Weismann, hemos llegado a comprender el envejecimiento no como una ‘fuerza mortal’ dedicada al beneficio de la especie, sino como una consecuencia inevitable de la forma en que opera la evolución. Los cuerpos animales no han evolucionado con objeto de vivir para siempre, sino de sobrevivir y reproducirse en un entorno despiadado. Nuestra biología es tal y como es precisamente porque nuestros antepasados tuvieron éxito en estas metas, no porque consiguieron vivir para siempre.

Cualesquiera que sean las causas del envejecimiento, la pregunta fundamental para la humanidad es si alguna vez lograremos controlarlas, quizá no con miras a vivir para siempre, sino a disfrutar, al menos, de una salud más duradera y una vejez más feliz. Está claro que este objetivo habrá de permanecer fuera de nuestro alcance mientras no entendamos qué significa exactamente ‘envejecer’ a nivel molecular. Puede que algún día obtengamos el poder de manipular los procesos mediante los cuales nuestros cuerpos mantienen a raya los efectos del tiempo, o incluso de combatir dichos efectos directamente; puede que finalmente seamos capaces de someter y domesticar el proceso de envejecimiento. Pero tales milagros aguardan aún tras el horizonte; en años venideros, tendremos que seguir aprovechando la capacidad de la medicina moderna para tratar cada una de las aflicciones relacionadas con la edad.

Cuando se trata de hacerse viejo, la teoría personal de A.C. Benson —ensayista, poeta y antiguo director (Master) del Magdalene College de Cambridge— tal vez resulte más provechosa que las aquí discutidas: ‘Tengo la teoría de que uno ha de envejecer de forma tranquila y adecuada, que uno ha de estar perfectamente satisfecho con su época en la vida, que las diversiones y ocupaciones deben cambiar natural y fácilmente, y no ser abandonadas con pesadumbre’. Una teoría algo modesta, quizá; Benson no tarda en admitir que ‘es más fácil decir que hacer’. Sin embargo, aun cuando seamos conscientes de la lenta e impasible fuga de la juventud por entre nuestros dedos, conviene no olvidar las palabras de Longfellow:

Pues la vejez es tanto una oportunidad,
Con otro vestido, como la mocedad,
Y en el crepúsculo se viste el firmamento
De estrellas invisibles hasta ese momento.



Referencias
Weismann, A. ‘The duration of life’ (1881). In Essays Upon Heredity and Kindred Biological Problems (tr. Poulton, EB, Schönland, S, Shipley, AE). Clarendon, 1889.
Haldane, JBS. New Paths in Genetics. Allen & Unwin, 1941.
Kenyon, C, Chang, J et al. A C. elegans mutant that lives twice as long as wild type. Nature, 1993.
Hughes, KA, Reynolds, RM. Evolutionary and mechanistic theories of aging. Annual Review of Entomology, 2005.
Kirkwood, TBL. Understanding the odd science of aging. Cell, 2005.
Flatt, T, Partridge, L. Horizons in the evolution of aging. BMC Biology, 2018.
Whittemore, K, Vera, E et al. Telomere shortening rate predicts species life span. Proceedings of the National Academy of Sciences, 2019.
Cagan, A, Baez-Ortega, A et al. Somatic mutation rates scale with lifespan across mammals. Nature, 2022.

Este artículo es una traducción de un artículo publicado en el Magdalene College Magazine (2021–22).
El autor agradece a James Raven y Aude Fitzsimons sus comentarios sobre el manuscrito original.

Friday, January 1, 2021

Una mente sin límites

La vida del polímata Thomas Young nos recuerda el asombroso potencial del intelecto humano.


Retrato de Thomas Young por Henry Briggs, copia de un original pintado por Sir Thomas Lawrence c. 1822 (Wikimedia Commons).

THOMAS YOUNG (1773–1829) es recordado principalmente como el científico que, a principios del siglo XIX, demostró que la luz se comporta como una onda, utilizando su famoso experimento de la ‘doble rendija’. Pese a lo significativo de este descubrimiento, recordar a Young sólo por él es un reconocimiento extremadamente pobre de sus logros. Para cuando murió, a los casi cincuenta y seis años de edad, Young no sólo había demostrado que la luz es una onda, sino que también, entre otras cosas, había demostrado cómo el ojo enfoca los objetos, descubriendo al mismo tiempo el fenómeno de astigmatismo; había propuesto la teoría tricolor de la visión, que fue confirmada experimentalmente a mediados del siglo XX; había inventado el “módulo de Young”, una importante medida de la elasticidad de los materiales; y había hecho contribuciones fundamentales al desciframiento de los jeroglíficos egipcios, y descifrado otro sistema de escritura egipcia, la escritura demótica. Además de estos importantes logros en física, fisiología, ingeniería y egiptología, Young también fue un médico experimentado, un distinguido lingüista y anticuario, y una autoridad académica en una asombrosamente amplia variedad de temas, desde astronomía y cálculo hasta carpintería y seguros de vida. En lugar de abordar todas estas áreas como una mera diversión, Young dominó e hizo contribuciones originales a cada una de ellas. Podría argumentarse que la extraordinaria amplitud de sus conocimientos estaba a la par con la de Leonardo Da Vinci; y sería justo decir, de hecho, que Thomas Young quizá fue el último ‘hombre del Renacimiento’ del mundo.

Como explica el escritor Andrew Robinson en su magnífica biografía de Young, The Last Man Who Knew Everything, Young no sólo gozaba de un intelecto magnífico, sino que también poseía los atributos que hoy asociamos con la noción de un ‘buen científico’. Al realizar su labor científica y académica, no aspiraba principalmente a la fama, la riqueza o el reconocimiento social, sino más bien a la pura satisfacción que acompaña a la búsqueda del conocimiento. De hecho, después de haberse formado como médico, Young publicó muchos de sus trabajos no médicos de forma anónima, por temor a que sus intereses extraordinariamente amplios pudieran disuadir a los pacientes de acudir a su clínica, haciéndoles decantarse por médicos más ‘centrados’. Además, su conocimiento de la ciencia y su conciencia de los defectos de la medicina del siglo XIX le impidieron adoptar el aire de autoridad confiada que se esperaba de los médicos, dando irónicamente la impresión de que carecía de experiencia suficiente. Young estaba fanáticamente comprometido con la veracidad y la transparencia en sus investigaciones, reconociendo y alabando el trabajo de sus colegas y predecesores en todos los campos que estudió. También fue, tanto en su vida profesional como personal, un hombre enteramente modesto y autocrítico, que otorgaba gran importancia al papel del azar en su carrera. En una carta a su más antiguo amigo, el anticuario y político Hudson Gurney, escribió: “Es bueno que no tenga que volver a vivir mi vida, pues dudo que pudiera hacer tan buen uso de mi tiempo como el mero accidente me ha obligado a hacer”. En palabras de Robinson, “Young era partidario de la idea de que lo que un hombre había hecho, otro hombre podía hacerlo; tenía tan sólo una pequeña creencia en el genio individual”.

Nacido en 1773, en una extensa familia cuáquera de Somerset, Inglaterra, Young dio pruebas tempranas de su voracidad intelectual: era capaz de leer con fluidez a la edad de dos años, y antes de cumplir los cuatro ya había leído la Biblia dos veces. En la escuela, aprendió griego, latín, francés e italiano, y de forma independiente abordó también el hebreo, el árabe, el persa, el caldeo, el siríaco y el samaritano, desarrollando una familiaridad con los idiomas que resultaría inestimable en sus investigaciones adultas. Con la ayuda de algunos vecinos y conocidos familiares que apreciaban su precocidad, también construyó telescopios y microscopios y realizó experimentos químicos. Incluso a esta temprana edad, Young tenía la clara ambición de dominar tantas áreas de conocimiento como pudiera; y, lo que es aún más notable, tal curiosidad y determinación no lo abandonarían hasta el día de su muerte. Como la mayoría de los niños prodigio, adquirió la mayor parte de sus conocimientos directamente de los libros: en una carta a su hermano, comentó que “Los maestros y las maestras son muy necesarios para compensar la falta de inclinación y esfuerzo; pero quien quiera llegar a la excelencia debe ser autodidacta”. Quizá una de sus hazañas juveniles más impresionantes, aparte de su estudio de docenas de idiomas, sea el hecho de que, a la edad de diecisiete años, había estudiado en profundidad los grandes tratados científicos de Newton, el Principia y el Opticks; y hay pruebas de que era capaz de seguir sus avanzadas matemáticas. Esto demuestra la extrema versatilidad mental que caracterizaría al Young adulto; como señaló el escritor Isaac Asimov, “Fue el mejor tipo de niño prodigio, el que madura hasta convertirse en un adulto prodigio”.

A la edad de diecinueve años, Young se mudó a Londres para recibir su formación médica en una de las escuelas de anatomía privadas de la ciudad. Allí, tras diseccionar un ojo de buey, se interesó por el proceso mediante el cual el ojo enfoca objetos ubicados a diferentes distancias, conocido como acomodación. Leyó toda la literatura previa sobre el tema, incluidas las teorías de Johannes Kepler y René Descartes. El primero había propuesto que la acomodación ocurre a través del movimiento del cristalino (la lente situada dentro del ojo) hacia adelante y hacia atrás a lo largo del eje horizontal del ojo, al igual que la lente de una cámara. Descartes, por el contrario, había sostenido que el cristalino es fijo y que la acomodación no se produce por medio de su movimiento, sino de un cambio en su forma. El examen del ojo de buey llevó a Young a concluir que la teoría de Descartes era correcta, y que el cristalino podía alterar su propia curvatura porque era muscular. Este trabajo pronto condujo a la primera publicación científica de Young, un artículo titulado ‘Observations on Vision’, que fue presentado a la Royal Society de Londres por su tío abuelo, el médico Richard Brocklesby, y publicado en la revista de la sociedad, Philosophical Transactions, cuando Young aún tenía diecinueve años. Hoy sabemos que Young tenía razón al concluir que la acomodación ocurre a través de un cambio en la curvatura del cristalino; pero éste no es muscular, como él afirmara entonces, sino que está rodeado por un conjunto de músculos radiales que efectúan la deformación.



Diagrama de las partes de un ojo de buey, del primer artículo de Young (Young, 1793).

Al año siguiente, Young fue elegido miembro de la Royal Society, uno de los más altos honores científicos de Gran Bretaña. Aunque su trabajo sobre la visión era ciertamente extraordinario para alguien de su edad, debe tenerse en cuenta que los estándares de admisión en la sociedad eran menos estrictos que en la actualidad. Como señala Robinson, “hoy en día sería inconcebible que incluso un joven tan inteligente como Young pudiera ser elegido miembro de la Royal Society en base a una sola publicación científica”. A pesar de su aprecio de este honor, el rechazo de los títulos oficiales que Young mostraría durante toda su vida queda ya patente en la carta en que informa a su madre de su elección: “Espero no ser tan irreflexivo como para deslumbrarme con títulos vacíos que a menudo se confieren a cabezas débiles y corazones corruptos”.


A principios del siglo XIX, los títulos universitarios eran cada vez más importantes para que los médicos capacitados pudieran distinguirse de los charlatanes y estafadores, que no escaseaban en Londres. Por lo tanto, a pesar de no tener especial interés en asistir a la universidad, Young pasó a estudiar medicina en las universidades de Edimburgo, Gotinga y Cambridge. Sin embargo, impulsado por sus múltiples intereses, también aprovechó la oportunidad para ampliar sus conocimientos y habilidades en multitud de dominios además de la medicina; escribiendo desde Edimburgo a su madre, dejó en claro que “de ninguna manera deseo limitar el cultivo de mi mente a lo absolutamente necesario para un médico profesional”. Mientras estaba en Edimburgo y Gotinga, Young conoció a profesores de estudios clásicos y tomó lecciones de música, dibujo, baile, flauta y equitación. Tras un total de cuatro años de formación, en 1796 defendió su tesis en Gotinga y se convirtió en doctor en medicina. Sin embargo, a su regreso a Inglaterra descubrió que aún no estaba cualificado para ser licenciado por el Colegio Real de Médicos, que ahora exigía a los candidatos haber estudiado durante al menos dos años en la misma universidad. Como Young no había pasado suficiente tiempo en Edimburgo ni en Gotinga, se vio obligado a volver a la universidad durante otros dos años. Decidió obtener el título de licenciado en medicina en el Emmanuel College de Cambridge. Como consideraba que esta antigua universidad le ofrecía poco en términos de formación médica que no hubiera adquirido ya, pasó la mayor parte de su tiempo leyendo, escribiendo y realizando experimentos en sus habitaciones, así como conociendo a una variedad de académicos de toda la universidad. Young ciertamente no pasó desapercibido en el Emmanuel College, aunque pocos miembros se complacieron en conocer a un estudiante capaz de desafiar su conocimiento de sus propias disciplinas.

Young regresó a Londres en 1800; finalmente capaz de ejercer la medicina, abrió una clínica privada y comenzó a buscar un puesto de especialista en un hospital. Afortunadamente, había recibido una herencia considerable después de la muerte de su tío abuelo en 1797, lo que alivió su dependencia de los pacientes, permitiéndole ampliar sus investigaciones sobre la visión. En un extenso artículo titulado ‘On the Mechanism of the Eye’, presentado a la Royal Society en 1800, Young estableció de manera concluyente cómo enfoca el ojo, y también diagnosticó y midió el astigmatismo por primera vez, en sus propios ojos. Para lograr esto, primero mejoró un instrumento existente para medir la distancia focal de un ojo, conocido como optómetro. Luego realizó una serie de experimentos extremadamente ingeniosos —y en ocasiones, inquietantes— para determinar si el ojo altera su longitud o curvatura durante la acomodación. Para descubrir si la longitud de su ojo cambiaba, insertó el anillo de una llave de metal en la cuenca de su ojo y lo fijó contra la parte posterior del mismo: “La llave fue forzada hasta donde lo admitía la sensibilidad de los integumentos, y fue encajada, por una presión moderada, entre el ojo y el hueso”. En esta posición, la presión de la llave contra su retina le hizo ver un punto brillante, o ‘fantasma’; incluso un ligero cambio en la longitud del ojo, argumentó Young, modificaría la presión contra la llave y, por lo tanto, el tamaño de dicho fantasma. De esta forma, demostró que el ojo no cambia de longitud al enfocar objetos a diferentes distancias. Para ver si el ojo cambiaba de curvatura, examinó de cerca la forma del reflejo de una vela en la córnea de otra persona, concluyendo que la curvatura del ojo tampoco se altera durante la acomodación. Finalmente, para verificar que lo importante es la forma del propio cristalino, Young utilizó su optómetro para comprobar el poder de acomodación de cinco personas a quienes se les había extirpado el cristalino como tratamiento contra las cataratas. Esto reveló que “en un ojo privado del cristalino, la distancia focal real es totalmente inmutable”: las personas sin cristalino no podían enfocar sus ojos en los objetos, teniendo que usar una serie de gafas para mirar objetos a diferentes distancias. Sin embargo, Young tuvo cuidado de no reiterar su hipótesis anterior de que el cristalino en sí mismo es muscular, hipótesis de la que ya no estaba convencido. De hecho, los músculos ciliares que hacen que el cristalino cambie su curvatura no se descubrirían hasta varias décadas más tarde.



Ilustración del segundo artículo de Young sobre la visión, que presenta diferentes imágenes percibidas por el propio autor durante sus experimentos (Young, 1800).

Además de sus experimentos sobre el ojo, Young se sumergió en una investigación sobre la naturaleza de la luz, lo que le llevó a defender la teoría ondulatoria de la luz en dos artículos presentados a la Royal Society en 1801 y 1803. A principios del siglo XIX, la teoría dominante sobre la luz seguía siendo la teoría corpuscular de Newton, que proponía que la luz era una corriente de partículas que se movían en línea recta a través del vacío. Frente a esta teoría se alzaba la teoría ondulatoria del astrónomo Christiaan Huygens, según la cual la luz era una onda que se propagaba a través de un medio invisible conocido como el éter. Ambas teorías eran igualmente capaces de explicar la reflexión de la luz en superficies; la teoría corpuscular, sin embargo, tenía más éxito al explicar la propagación rectilínea de la luz, mientras que la teoría ondulatoria era más adecuada para explicar la refracción (el cambio en la dirección de los rayos de luz al pasar de un medio a otro).

Para demostrar de manera concluyente que la luz se comporta como una onda, Young empleó un fenómeno conocido como interferencia. Ésta es más fácil de explicar usando el ejemplo de ondas en el agua: si dos piedras se dejan caer simultáneamente en un estanque tranquilo, producen dos conjuntos de ondas en la superficie del estanque, que se cruzan a medida que se expanden. En los puntos donde las crestas de dos ondas coinciden, sus efectos se refuerzan entre sí para producir una cresta más alta, mientras que en los puntos donde la cresta de una onda coincide con la depresión de otra, sus efectos se anulan y la superficie permanece nivelada. Estos dos tipos de interacción se denominan interferencia constructiva y destructiva. Young se dio cuenta de que, si la luz fuera una onda, la interferencia entre dos rayos de luz produciría un patrón alterno de luz y oscuridad. Tal fenómeno, donde la luz añadida a más luz puede dar lugar a sombra, sería imposible de explicar por la teoría corpuscular. En un atrevido salto de intuición, Young también propuso que los colores de la luz corresponden a ondas de diferente frecuencia (o longitud de onda); esto permitió a su principio de interferencia explicar los desconcertantes colores iridiscentes emitidos por ciertos objetos, como las películas de jabón y las alas de algunos insectos. En su artículo de 1803, Young presentó un experimento en el que dirigió un rayo de luz a través de una pequeña abertura y luego lo dividió en dos usando el borde de una tarjeta. Aunque este no era aún su famoso experimento de doble rendija, sus resultados mostraron que la interferencia entre los rayos de luz que atravesaban cada lado de la tarjeta daba lugar a franjas paralelas de luz y sombra en una pantalla. No obstante, debido al enorme peso de la teoría corpuscular, pocos aceptaron las conclusiones de Young en 1803. A pesar de esto, él tenía confianza en su trabajo; en una carta a un amigo, escribió: “La teoría de la luz y los colores, aunque no ocupó una gran parte de mi tiempo, concibo que es de mayor importancia que todo lo demás que he hecho, o que estoy aún por hacer”. Y en efecto, su demostración de que la luz se comporta como una onda se considera su contribución más significativa a la ciencia.


Diagrama que ilustra la interferencia entre dos conjuntos de ondas en el agua, producida utilizando una invención de Young conocida como tanque de ondas (Young, 1807).

La adhesión de Young a la teoría ondulatoria de la luz, a su vez, condujo a su segunda gran contribución a la comprensión de la visión: su teoría tricolor de la visión, avanzada en su artículo de 1801. En este caso, su propuesta estaba más cerca de una potente intuición que de una teoría formal. Para entonces era aceptado que la paleta de colores de la luz se originaba a partir de un reducido número de los llamados colores primarios, posiblemente tres o cinco. El avance de Young, derivado de su asociación del color con la longitud de onda, fue imaginar que el cerebro percibe la luz utilizando tres tipos distintos de ‘receptores’ situados en la retina: un receptor para la luz roja, correspondiente a una longitud de onda larga; otro para la luz amarilla, con una longitud de onda media; y un tercero para la luz azul, con una longitud de onda corta. Los colores intermedios (con longitudes de onda intermedias), como el verde, estimularían dos tipos de receptores en un grado similar, dando como resultado una señal compuesta que el cerebro interpretaría como verde. De esta forma, Young avanzó implícitamente la primera teoría de la visión que sugería que el cerebro no sólo recibe información, sino que la procesa para generar las sensaciones que percibimos. Esta idea es una de las bases de la neurología moderna, y demuestra cuán adelantado estaba el intelecto de Young a su tiempo. De hecho, la teoría tricolor de Young permaneció completamente olvidada hasta la década de 1850, cuando fue redescubierta por el fisiólogo y físico Hermann Helmholtz, quien la desarrolló hasta convertirla en una teoría funcional que sería luego ampliada por el físico James Clerk Maxwell. Finalmente, en 1959, dos grupos de científicos estadounidenses demostraron experimentalmente que el color se percibe a través de tres tipos de receptores que cubren la retina. Cabe destacar que Young llegó incluso a sugerir, correctamente, que el daltonismo está causado por la disfunción de uno de los tres tipos de receptores.

En el período comprendido entre 1801 y 1803, Young no sólo trabajó como médico e investigó la luz y la visión, sino que también fue orador público en la Royal Institution de Londres, donde fue nombrado profesor de filosofía natural en 1801. De hecho, este periodo fue posiblemente el más agotador en la vida de Young: en 1802, escribió a un amigo que “la repetición inmediata del trabajo y la ansiedad que he sufrido durante los últimos doce meses me convertiría como mínimo en un inválido de por vida”. La Royal Institution, fundada en 1799 para promover la aplicación de la ciencia a la sociedad, tenía ya la tradición de realizar conferencias o charlas públicas sobre temas científicos, que incluían demostraciones en vivo de fenómenos como reacciones químicas, electricidad y magnetismo. Young aceptó impartir una serie de conferencias que cubriría prácticamente todas las ciencias físicas, y en cuya preparación trabajó febrilmente durante la mayor parte de un año. Durante 1802–03, impartió más de cien conferencias en la Royal Institution; una de sus ambiciones era educar a las personas interesadas que carecían de acceso a la educación, incluidas las mujeres. Como escribiría más tarde en la introducción a la versión escrita de sus conferencias, “la Royal Institution puede en cierto grado suplir el lugar de una universidad subordinada, a aquéllos cuyo sexo o situación en la vida les ha negado la ventaja de una educación académica en los seminarios nacionales de aprendizaje”. Sin embargo, según testimonios contemporáneos, la facilidad de Young como escritor no se traducía en un estilo atractivo de disertación, y nunca fue muy distinguido en este papel, especialmente en comparación con oradores eminentes de la Royal Institution como Michael Faraday y Sir Humphry Davy.

Las conferencias de Young se publicaron en 1807, en la forma de un imponente libro de dos volúmenes titulado A Course of Lectures on Natural Philosophy and the Mechanical Arts. En lo que respecta a su rango, profundidad y cantidad de contribuciones originales, este trabajo no ha sido superado por ninguna otra serie de conferencias escrita por un solo autor. Sorprendentemente, el Lectures incluía no sólo las conferencias de Young de 1802–03, sino también un impresionante catálogo histórico que enumeraba unas veinte mil obras científicas en una amplia variedad de idiomas, abarcando desde la antigua Grecia hasta el siglo XIX. Como afirma acertadamente Robinson en su biografía, “Sólo Young, entre los científicos de su época, habría tenido el dominio de idiomas extranjeros, combinado con el rango, el juicio y la laboriosidad para compilar una bibliografía tan monumental”. Irónicamente, aunque Young estaba más que satisfecho con el libro, su editor quebró poco después de su publicación, dejándole sin recompensa por tan colosal cantidad de trabajo.


El contenido del Lectures incluye un sinfín de ejemplos de la tremenda intuición y visión de su autor. En primer lugar, el libro contiene una descripción del experimento por el que hoy más se recuerda a Young, el experimento de la doble rendija que confirmó la teoría ondulatoria de la luz. En él, en lugar de usar una tarjeta (como en su artículo de 1803), cortó dos ranuras estrechas en un pedazo de cartón, que utilizó para dividir un haz de luz en dos rayos y observar las franjas de luz y oscuridad producidas por su interferencia. Además de esto, el libro incluye el primer uso registrado de la palabra ‘energía’ en su significado científico moderno (una medida de la capacidad de un sistema para realizar trabajo), la primera estimación experimental del diámetro de una molécula (cuya presciencia es enfatizada por el hecho de que la existencia de átomos y moléculas no era aceptada por la mayoría de físicos de la época), y una propuesta temprana del concepto moderno de que las distintas formas de radiación pertenecen a un único espectro de longitud de onda, que se extiende desde la luz ultravioleta en un extremo, pasando por los colores de la luz visible, hasta la luz infrarroja (que, además, asoció correctamente con el calor) en el otro extremo. Así, el Lectures, que constituye la mayor obra escrita de Young, evidencia que la afirmación de que su autor estaba adelantado a su tiempo no es ninguna exageración.

Una selección de figuras del Lectures de Young, incluyendo ilustraciones del experimento de la doble rendija (arriba a la izquierda) y una paleta de colores (arriba a la derecha) (Young, 1807).

A pesar de su trabajo pionero en física y fisiología, y el monumental logro de su libro, Young, que apenas tenía treinta años, era muy consciente de que todavía necesitaba adquirir una reputación como médico para poder asegurarse un ingreso estable para él y su esposa Eliza, con quien se había casado en 1804. Trató de conseguir esto por medio de nuevas hazañas académicas: en 1813 y 1815 publicó dos exhaustivos volúmenes médicos, An Introduction to Medical Literature y A Practical and Historical Treatise on Consumptive Diseases. Al igual que había hecho antes con la ciencia, Young no solamente condensó el conocimiento médico contemporáneo, sino que también catalogó la literatura médica de los anteriores dos mil años. Sin embargo, en lugar de otorgarle una reputación de médico respetable, estos libros promovieron una imagen indeseable de Young como un ‘frío hombre de ciencia’, y antagonizaron a sus colegas al ofrecer una visión demasiado clara de los numerosos defectos y fracasos de la medicina del siglo XIX. La decepción causada por la recepción de sus libros fue probablemente el factor principal que alejó gradualmente a Young de su ambición de convertirse en un médico destacado, dejando cada vez más espacio para su amplia gama de intereses académicos.

Uno de estos intereses era la misión para descifrar los escritos de la antigua civilización egipcia, en la que Young se involucraría desde 1814 hasta su muerte. El principal motor del esfuerzo de desciframiento era la legendaria Piedra Rosetta, descubierta por el ejército de Napoleón en Egipto en 1799. La característica crucial de la Piedra Rosetta es que contiene una inscripción en tres sistemas de escritura diferentes: jeroglíficos egipcios, una segunda forma de escritura egipcia conocida como demótico, y griego antiguo. La inscripción griega pronto fue traducida, desvelando que las otras dos inscripciones contenían el mismo texto, lo cual significaba que quizá fuera posible identificar palabras equivalentes en griego y egipcio, y utilizarlas para descifrar las escrituras jeroglíficas y demóticas. Dada su vasta experiencia con lenguajes modernos y antiguos, Young estaba excelentemente equipado para esta tarea. A base de estudiar las inscripciones de la Piedra Rosetta, y de copiar y comparar incansablemente inscripciones jeroglíficas y demóticas de una miríada de otras fuentes, pudo apreciar similitudes y patrones sutiles que otros estudiosos habían pasado por alto. En particular, Young fue el primero en notar paralelismos entre algunos signos jeroglíficos y sus caracteres demóticos equivalentes, y demostró que los dos sistemas no eran independientes, y que el demótico era en realidad un derivado de los jeroglíficos. A partir de esta conclusión, se dio cuenta de que la escritura demótica consistía en “imitaciones de los jeroglíficos ... mezcladas con letras del alfabeto”; en otras palabras, era una mezcla de caracteres simbólicos que representaban conceptos, y caracteres fonéticos que representaban sonidos.

En 1819, Young publicó un artículo histórico titulado ‘Egipto’ en la Enciclopedia Británica, que contenía el primer intento sistemático de descifrar los caracteres del antiguo Egipto. En más de treinta mil palabras, el artículo presentaba los resultados de Young desde que comenzara a estudiar las inscripciones en 1814, e incluía un diccionario con traducciones propuestas para más de cuatrocientas palabras jeroglíficas y demóticas, así como un ‘alfabeto’ provisional de la escritura demótica. Estos avances sin precedentes fueron posibles gracias a una sugerencia previa de que los nombres no egipcios en las inscripciones podrían estar escritos fonéticamente, tanto en la escritura demótica como en la jeroglífica. Young demostró que así era al traducir las inscripciones jeroglíficas de los nombres del rey Ptolomeo y la reina Berenice (aunque no todas sus conjeturas fonéticas eran correctas). Cabe destacar que este artículo se publicó de forma anónima, ya que Young había comenzado a ocultar sus investigaciones no médicas para evitar dañar su reputación como médico. Y, a pesar de haber sido el líder indiscutible del esfuerzo de desciframiento hasta entonces, su empeño por permanecer en el anonimato acabaría resultando más dañino que beneficioso una vez que el egiptólogo francés Jean-François Champollion entrase en escena en 1821.

Una carta escrita por Young en 1818, donde propone los significados de ciertos grupos de jeroglíficos (incluidos los nombres de Ptolomeo y Berenice), la mayoría de los cuales eran correctos (Museo Británico).

Champollion y Young estaban destinados a convertirse en rivales. Para empezar, tenían personalidades opuestas: Champollion, quien ahora es considerado como el padre de la egiptología, era un devoto apasionado de la civilización del antiguo Egipto, y durante mucho tiempo deseó explorar las monumentales ruinas del país mediterráneo. Su temperamento, además, estaba a la altura de su entusiasmo: era propenso a manifestaciones extremas de emoción, y albergaba un ardiente deseo por la gloria de descifrar los jeroglíficos. Young no podría haber sido más diferente: como polímata incorregible, su interés por las escrituras del antiguo Egipto nunca se extendió más allá del deseo de resolver un rompecabezas filológico; tenía una disposición tranquila y franca y, según su amigo Gurney, “no podía soportar, en la conversación más corriente, el más mínimo grado de exageración”. Significativamente, fueron la propia modestia de Young y su anonimato como investigador los que facilitaron a Champollion su reclamación del mérito exclusivo por el desciframiento de los jeroglíficos, a pesar del hecho de que su técnica se basaba en los hallazgos anteriores de Young y en su tentativo diccionario egipcio. De hecho, ya en 1815, un antiguo maestro de Champollion, Sylvestre de Sacy, advirtió a Young que no compartiera demasiados de sus descubrimientos con el egiptólogo francés, ya que “en un futuro podría tener la pretensión de reclamar su prioridad”.

Se puede apreciar cuánto se benefició Champollion del trabajo de Young examinando sus principales publicaciones. La primera de éstas apareció en 1821, cuando él aún desconocía el artículo de Young de 1819. Dos hechos sobre esta publicación son muy notables: en primer lugar, Champollion presentó la noción, seriamente errónea, de que la escritura demótica estaba compuesta enteramente de símbolos conceptuales (cuando Young ya había demostrado que también incluía símbolos fonéticos); en segundo lugar, una vez que leyó el artículo de Young en París, parece ser que Champollion hizo un esfuerzo titánico para retirar de la circulación cada una de las copias de su propio artículo, y tuvo cuidado de no hacer referencia a él en sus publicaciones posteriores de 1822 y 1824. Aún más revelador es que también evitara cualquier mención a la identificación previa por parte de Young de los significados de muchos jeroglíficos, incluyendo su desciframiento parcialmente correcto de los nombres del rey Ptolomeo y la reina Berenice y otros hallazgos cruciales, como el uso de ciertos símbolos para indicar nombres femeninos. Al hacer uso de estos descubrimientos previos en su investigación, Champollion simplemente los mencionó como parte de su proceso deductivo, dando a entender que eran o bien hechos ampliamente conocidos, o sus propios hallazgos. En realidad, los conocimientos adquiridos por otros académicos le sirvieron como trampolín y le permitieron descifrar finalmente la escritura jeroglífica; lo más perturbador no es el hecho de que se basara en estos resultados anteriores —lo cual es una parte natural de la investigación— sino su negativa rotunda a conceder ningún reconocimiento a sus autores originales. Un Young comprensiblemente irritado se apresuró a señalar que Champollion había alcanzado su objetivo “no de ninguna manera como sustitución de mi sistema, sino como una completa confirmación y extensión del mismo”. A pesar de la frustrante disputa, Young nunca dejó de elogiar las contribuciones cruciales de su competidor al desciframiento; simplemente quería que se reconocieran sus propias contribuciones. Con el beneficio de la retrospectiva, está claro que Champollion no se estaba haciendo ningún favor al insistir en acaparar todo el mérito por el desciframiento de los jeroglíficos: los avances que logró en 1822–24, sus exploraciones pioneras de ruinas y monumentos egipcios, y su publicación de la declaración definitiva del desciframiento, sin duda habrían bastado para asegurar su legado como fundador de la egiptología. En cambio, el egocentrismo de Champollion se volvería una mancha indeleble en su reputación; hoy se le recuerda como un hombre brillante y emprendedor, pero también arrogante y algo deshonesto.

Pese a la forma en que Champollion lo había rebasado y se había apropiado de la corona jeroglífica, Young no dejó de trabajar en los escritos del antiguo Egipto; después de todo, la escritura demótica seguía sin descifrar, y él parecía estar ahora en condiciones de terminar el trabajo. Esto se debía en gran parte a un papiro providencialmente útil que encontró en 1822, y que contenía una traducción griega de un texto demótico que Young ya había pasado mucho tiempo tratando de descifrar. Así expresó su regocijo ante la pura improbabilidad de este evento: “una oportunidad extraordinaria me había traído un documento que, en primer lugar, no era muy probable que hubiera existido, y menos aún que se hubiera conservado ileso, para mi información, a lo largo de un período de cerca de dos mil años; pero que esta traducción tan extraordinaria haya sido traída a salvo hasta Europa, hasta Inglaterra y hasta mí, en el mismo momento en que me era más deseable poseerla…”. Cabe destacar que el propio Champollion, posiblemente más relajado tras haber obtenido un prestigioso puesto de conservador en el Museo del Louvre en 1826, ofreció a Young el uso de sus notas privadas sobre la escritura demótica. Con estos nuevos recursos a mano, Young finalmente completó el desciframiento, convirtiéndose en la primera persona en leer un texto demótico en más de mil años. Desde ese momento hasta su muerte, Young continuó trabajando en la que sería su obra final, Rudiments of an Egyptian Dictionary in the Ancient Enchorial Character, publicado póstumamente en 1831.

Tres páginas del Rudiments of an Egyptian Dictionary de Young, que presentan los significados de grupos de caracteres demóticos (Young, 1831).

Sería fácil creer que el estudio de los sistemas de escritura egipcios, combinado con sus obligaciones médicas, absorbió todo el tiempo de Young a partir de 1814; pero nada más lejos de la verdad. De hecho, sus intereses polimáticos se hicieron aún más evidentes durante este periodo. Para empezar, entre 1816 y 1825, Young contribuyó un total de 63 artículos a la Enciclopedia Británica, escribiendo sobre una asombrosa variedad de temas, incluyendo idiomas, mareas oceánicas, hidráulica, puentes, Egipto, carpintería, construcción de carreteras, máquinas de vapor e integrales. Algunos de estos artículos iban más allá de meras revisiones del conocimiento existente, y contenían algunas ideas originales notables. Junto al innovador trabajo sobre los jeroglíficos en su artículo sobre Egipto, su artículo sobre idiomas es particularmente digno de mención. En sus treinta y tres mil palabras, Young aplicó sus conocimientos filológicos para examinar y comparar unas cuatrocientas lenguas antiguas y modernas de todo el mundo, clasificándolas en familias en base a su grado de similitud. En este análisis, Young acuñó el popular término ‘indoeuropeo’ para designar a la familia de lenguas que comprende la mayoría de idiomas de la India, Oriente Medio y Europa. Young, sin embargo, hizo del anonimato una condición de sus contribuciones a la Enciclopedia; no accedería a adjuntar su nombre a sus escritos hasta 1823, cuando ya había abandonado su ambición de convertirse en un médico destacado.

Otro factor, además de la decepcionante recepción de sus libros, que llevó a Young a alejarse gradualmente de sus aspiraciones médicas, fue la creciente seguridad financiera que le brindaron los múltiples puestos financiados por el gobierno que ocupó a partir de 1811. Los órganos en los que se le solicitó su servicio incluyen: un comité de la marina para evaluar la adopción de un método mejorado para la construcción de barcos; un comité de la Royal Society solicitado por el gobierno para examinar la seguridad de introducir el gas de hulla en Londres; una comisión gubernamental para comparar los sistemas de unidades francés e inglés y considerar la adopción de un sistema más consistente en todo el Imperio Británico; y la Junta de Longitud del gobierno, la cual estaba a cargo de un esquema de premios para soluciones al problema de determinar la longitud geográfica en el mar. Entre otras cosas, es destacable que, en 1820, Young utilizó la influencia de su puesto en la Junta para convencer al gobierno de establecer un importante observatorio astronómico en el Cabo de Buena Esperanza, en Sudáfrica. Fue debido a este surtido de servicios a su país que se sintió lo bastante seguro como para escribir, con distintivo ingenio: “Pero no le debo mucho al público, y supongo que jamás recibiré mucho de lo que el público me debe”. E incluso todo esto no abarca la totalidad de las actividades de Young durante la década de 1820: también publicó artículos técnicos sobre temas tan dispares como la forma y densidad de la Tierra y la teoría de los seguros de vida; y fue contratado como ‘inspector de cálculos’ y médico de una recién fundada compañía de seguros de vida (un puesto tan bien remunerado que solicitó que se le redujera el salario). Más notablemente, Young también fue considerado como candidato a la presidencia de la Royal Society (donde había servido como secretario de asuntos exteriores desde 1804), y de haber estado interesado —o “de ser lo suficientemente ingenuo como para desear el cargo”— sin duda habría resultado elegido.

Después de una vida adulta marcada por una excelente salud, en 1828 Young experimentó un cansancio inexplicable mientras visitaba Ginebra. A principios del año siguiente, comenzó a sufrir aparentes ataques de asma y desarrolló dificultad para respirar y una debilidad progresiva. Pero incluso estando confinado a la cama, continuó trabajando en las pruebas de imprenta de su Rudiments of an Egyptian Dictionary, hasta el punto de tener que recurrir a un lápiz por estar demasiado débil para sostener una pluma. Según George Peacock, biógrafo contemporáneo de Young, cuando un amigo le aconsejó al moribundo que no se fatigase con este trabajo, “él respondió que no era ninguna fatiga, sino una gran diversión para él”. Casi había terminado de corregir las pruebas de imprenta de su libro cuando falleció el 10 de mayo de 1829, apenas un mes antes de cumplir los cincuenta y seis años. Una autopsia reveló ‘osificación de la aorta’, hoy conocida como aterosclerosis avanzada: su aorta se había calcificado, endurecido y estrechado, lo que al final probablemente le provocó insuficiencia renal progresiva y edema pulmonar. Por qué Young sufrió una forma tan avanzada de esta enfermedad en su mediana edad sigue sin explicación.

La muerte de Young atrajo muy poca respuesta pública. Se leyeron elogios en la Royal Society y el Instituto Nacional de Francia (que en 1827 había elegido a Young como asociado extranjero, un honor extremadamente prestigioso), y una concisa nota informando de su muerte se publicó en la revista médica The Lancet. Fue sólo gracias a una campaña de la viuda de Young, Eliza, y su amigo de toda la vida, Hudson Gurney, que finalmente se instaló una placa conmemorativa en la Abadía de Westminster de Londres, otorgando a Young un puesto inmortal entre algunos de los más grandes científicos y artistas de la historia británica. También hay que agradecer a Eliza Young por convencer a Peacock de que afrontara la abrumadora tarea de escribir una biografía de su difunto marido.

Con una gama incomparable de intereses académicos y contribuciones originales a la ciencia y al conocimiento, no puede caber duda de que Young fue el más grande polímata de su tiempo, incluso por admisión de muchos de sus propios contemporáneos. Es realmente difícil comprender siquiera cuánto conocimiento adquirió durante sus cinco décadas de vida. Si hubieran existido premios Nobel en el siglo XIX, Young probablemente habría recibido uno en física por su demostración de la teoría ondulatoria de la luz, y posiblemente un segundo en fisiología por su trabajo sobre la visión humana. La historia, sin embargo, es notoriamente incomprensiva con los polímatas, y a Young se le resume a menudo simplemente como ‘médico y físico’ (o incluso sólo uno de los dos). Su actitud imperecedera hacia la ciencia quizá está mejor expresada en una carta a su amigo Gurney: “Las investigaciones científicas son una especie de guerra, librada en el despacho o en el sofá contra todos los contemporáneos y predecesores de uno; a menudo he obtenido una victoria singular al estar medio dormido, pero con más frecuencia he descubierto, estando completamente despierto, que el enemigo aún tenía ventaja sobre mí cuando yo pensaba que lo tenía arrinconado… y todo esto, ya ves, lo mantiene a uno vivo”.

Tan extraordinario como su motivación intelectual es el hecho de que Young, a diferencia de algunos de los más grandes científicos de los últimos tres siglos, era un individuo sensible y sociable, con un auténtico interés por las artes y una clara afición por la compañía humana. Robinson lo resume como “un escritor de cartas vivaz y ocasionalmente cáustico, un buen conversador, un músico culto, un bailarín respetable, un versificador tolerable, un jinete y gimnasta consumado y, a lo largo de su vida, un participante en la alta sociedad de Londres”. Al mismo tiempo, Young era profundamente reservado sobre su vida personal; por ejemplo, casi nada se conoce acerca de su esposa Eliza, aunque se sabe que su matrimonio fue feliz. Eliza fue probablemente uno de los principales motivos por los que Young no se amargó debido a las muchas decepciones, ofensas, disputas y rechazos que marcaron su vida profesional.

Dada la progresiva profesionalización y especialización de todas las ramas de la ciencia durante los últimos doscientos años, es improbable que volvamos a presenciar un fenómeno semejante a Thomas Young. No obstante, su vida sigue siendo un testimonio impresionante del potencial ilimitado de la mente humana, y un excelente ejemplo del significado original de la palabra ‘filósofo’. Pues fue su puro amor por el conocimiento, su incansable anhelo de comprender el mundo, lo que ante todo lo definió y ‘lo mantuvo vivo’.



Referencias
Robinson, A. The Last Man Who Knew Everything. Pi Press/Oneworld Publications, 2006.
Peacock, G. Life of Thomas Young: M.D., F.R.S., &c. John Murray, 1855.
Young, T. Observations on Vision. Philosophical Transactions of the Royal Society of London, 1793.
Young, T. On the Mechanism of the Eye. Philosophical Transactions of the Royal Society of London, 1800.
Young, T. A Course of Lectures on Natural Philosophy and the Mechanical Arts. Joseph Johnson, 1807.
Young, T. Rudiments of an Egyptian Dictionary in the Ancient Enchorial Character. J. and A. Arch, 1831.