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Wednesday, December 23, 2015

Un eterno campo de batalla

Uno de los conflictos primordiales de la naturaleza se revela como una fuerza propulsora de la evolución.


La estructura física de las partículas de algunos virus bacteriófagos son un ejemplo perfecto de la sofisticación alcanzada por estos organismos. (Imagen adaptada de original por Michael Wurtz.)










NOS GUSTE o no, la guerra es el motor más potente del progreso material en nuestro planeta. Así lo atestiguan inventos tan indispensables como el radar, el ordenador o el motor de reacción, que vieron la luz en el seno del más horrendo de los conflictos, la Segunda Guerra Mundial. Es un error típico de una mentalidad antropocéntrica, sin embargo, pensar que la guerra, junto con el acelerado desarrollo que desencadena, es algo intrínsecamente humano. La competencia agresiva entre seres vivos no sólo se remonta a los orígenes de la vida en la Tierra, sino que, de manera análoga, puede ser la causa que subyace a la sobrecogedora variedad y complejidad de la vida que vemos a nuestro alrededor. Y de entre todos los conflictos que han propulsado la evolución de la vida, el más importante, prolongado y encarnizado es sin duda el que enfrenta a organismos víricos (virus) y organismos celulares (compuestos de una o más células). Esta guerra lleva rugiendo, silenciosa pero incansablemente, durante cada segundo de los últimos tres mil millones de años, y aún sigue su curso en este preciso instante, en el suelo que pisamos, en los objetos que usamos, en los alimentos que comemos, y en nosotros mismos. El cuerpo humano, con sus diez billones de células, es el hogar de un número diez veces mayor de microorganismos, tales como bacterias, y cien veces mayor de partículas víricas, o viriones (esos minúsculos agentes que erróneamente conocemos como ‘virus’). Muchos de estos ‘compañeros’ no sólo no afectan negativamente a nuestra salud, sino que son necesarios para mantenerla. Esto no resta importancia al hecho de que cada uno de nosotros es un inmenso escenario donde la guerra más antigua de este mundo prosigue su curso; una contienda por la supervivencia y la dominación, basada en la constante invención, mejora y robo de armas moleculares, que es reflejo del carácter despiadado y maravilloso de la vida.

Por otra parte, es cierto que todas las formas de vida celular —animales, plantas, hongos, bacterias, protozoos, cromistas y arqueas, en todas sus variantes— compiten inagotablemente entre sí. ¿Qué es, pues, lo que hace a la guerra entre virus y células tan única y esencial para la vida? La respuesta nace de una polémica serie de descubrimientos que sitúan el origen de los virus en un mundo extraordinariamente antiguo, anterior a la vida pluricelular y poblado por microorganismos mucho más primitivos que los que nos rodean hoy en día. La rivalidad entre virus y células, por tanto, lleva existiendo desde los comienzos de la evolución, con lo que su impacto sobre ésta ha sido probablemente mayor que el de ningún otro factor.

Los virus son sin duda las entidades biológicas más misteriosas de este planeta; prácticamente cualquier aspecto de ellos, desde su definición como seres vivos o como simples partículas orgánicas, hasta su origen o su papel en la biosfera, es testigo de un choque entre opiniones y teorías radicalmente opuestas. Definir la naturaleza de un virus implica nada menos que dibujar la línea que separa lo que consideramos ‘vida’ de lo que no. A lo largo del siglo XX, el estudio detallado de partículas víricas condujo a una imagen universal de los virus como meros conjuntos de proteínas y ácidos nucleicos que, amparados por la selección natural, escaparon de la célula y lograron explotar su maquinaria para replicarse a sí mismos; un producto indeseable de la evolución. Aún hoy en día, muchos biólogos describen a los virus como ‘ladrones genéticos’ que nacen y evolucionan mediante el robo sistemático de genes celulares. La importancia del impacto de los virus en la evolución de la vida ha sido, asimismo, abrumadoramente desestimada.

El cambio radical en la opinión de la ciencia hacia los virus se desencadenó en 2002, con el descubrimiento de los llamados virus gigantes. Durante el estudio de microorganismos que infectan ciertas especies de ameba, investigadores franceses hallaron lo que, en base a su tamaño, parecía ser una bacteria. No obstante, pronto quedó patente que este microbio era genética y físicamente diferente a cualquier organismo celular. Se trataba de un virus de dimensiones nunca vistas, capaz de superar a muchas bacterias tanto en tamaño físico como genómico. A este primer virus gigante, bautizado como mimivirus, le siguieron sin demora otras especies, como el marsellavirus o el pandoravirus. La definición de los virus, originalmente basada en el carácter ‘invisible’ de los mismos al microscopio, exigía por fuerza ser replanteada. Algunos de los investigadores responsables del descubrimiento propusieron un nuevo sistema de clasificación de los seres vivos, el cual los divide en dos grandes grupos: organismos celulares y organismos virales. 
 Como principal argumento de que los virus son formas de vida legítimas, estos científicos señalaron lo que sucede durante la etapa infecciosa del ciclo vital de un virus. Una vez que las partículas víricas (viriones) han conseguido invadir una célula, tiene lugar un fenómeno extraordinario: una nueva estructura —visible al microscopio— aparece en la célula infectada, la cual alberga y protege el material genético (genoma) del virus. Mientras esta estructura, denominada factoría viral, se dedica a fabricar miles de nuevos viriones cargados con copias del genoma invasor, los sistemas ofensivos del virus degradan el genoma de la propia célula. El resultado es una célula sin genoma funcional —es decir, sin vida—, en la que el genoma del virus se expresa y se multiplica aceleradamente, haciendo uso, para ello, de la sofisticada maquinaria de la célula asesinada. Por tanto, el organismo que vemos al microscopio en este punto no es de ninguna manera una célula con miles de pequeños ‘virus’ en su interior; es nada menos que un virus en su estado vivo, que utiliza el envoltorio y la maquinaria celular de su víctima para fabricar un ejército de viriones con el que propagarse a otras células. Los viriones, esas partículas inertes consideradas como la forma definitiva del virus durante más de cien años, se revelan en realidad como simples ‘semillas’ o ‘esporas’ que el virus emplea para dispersar sus genes. Esto significa que, durante más de un siglo, al confundir al virus con su virión, la ciencia ha cometido un error tan terrible como confundir un árbol con una semilla, o un ser humano con un espermatozoide. Un virión no es más inerte que una semilla, incapaz de crecer y reproducirse hasta que se encuentra en el entorno propicio. La diferencia radica en que, al igual que otros parásitos intracelulares —como las bacterias del género Rickettsia—, un virus necesita invadir una célula y hacer uso de sus recursos para vivir. En este sentido, los virus son, de hecho, organismos celulares, ya que durante su etapa metabólicamente activa cuentan siempre con una célula, aunque se trate de una célula ‘prestada’. Esto revela la extrema inteligencia y elegancia que subyacen bajo el diseño minimalista de los virus, fruto de una evolución inconcebiblemente prolongada. 


Factoría viral de un mimivirus (centro) y viriones en diferentes fases de desarrollo (hexágonos) a su alrededor, en el interior de una ameba infectada. (Imagen: Didier Raoult.)

Aun con todo esto, numerosos biólogos continúan rechazando la idea del virus como ser vivo. El mimivirus, sin embargo, aún tenía algo que aportar a este respecto: su propia prueba de vida. Al estudiar el virus gigante, los investigadores hallaron partículas de un segundo virus, mucho más pequeño, en torno al primero. Cuando este pequeño virus satélite, apodado sputnik, estaba presente junto con el gigante mimivirus en el interior de una ameba infectada, los biólogos pudieron comprobar cómo el mimivirus encontraba dificultades para reproducirse, dando a la ameba la oportunidad de sobrevivir al ataque. Sputnik fue el primer virófago jamás descubierto, un virus que infecta exclusivamente a otros virus. La posibilidad de que un virus pudiera ser infectado por otro nunca había sido contemplada, y constituye una prueba capital de que un virus tiene vida, dado que sólo un ser vivo puede ser infectado por un virus. ¡Es decir, los virus han demostrado por sí solos su propia condición de seres vivos!

¿Cuál es, entonces, el verdadero origen de los virus y su papel en la evolución de la vida? Al contrario de lo que muchos científicos piensan, los virus no son ‘ladrones genéticos’ que sobreviven gracias al robo de genes celulares. Más bien al contrario; gran parte de las proteínas víricas no tienen equivalente en ninguna célula conocida, indicando que el origen de los virus es extremadamente antiguo, remontándose hasta un mundo poblado no por las células de hoy en día, sino por otras más primitivas que, con el paso del tiempo, dieron lugar a aquéllas. Una hipótesis razonable es que los virus proceden de un grupo de células primigenias que se adaptaron gradualmente a la vida parasitaria, simplificando enormemente su estructura y su genoma conforme desarrollaban una mayor dependencia de los genes y componentes de otras células. Este fenómeno, denominado evolución reductiva, halló en los virus su máxima expresión. Haciendo uso de un minúsculo número de proteínas, estos organismos han sido capaces de desarrollar estructuras asombrosamente complejas e ingeniosas, específicamente diseñadas para sortear cada una de las defensas de sus víctimas, y donde una sola proteína puede adoptar multitud de papeles diferentes. Miles de millones de años de evolución han hecho de los virus los seres vivos mejor diseñados y adaptados del planeta; es por ello que ningún organismo —ni siquiera el ser humano, ni siquiera los propios virus— puede escapar definitivamente a su ataque.

La idea de que los virus han tenido un impacto fundamental en la evolución de la vida en la Tierra nace de la observación de que estos organismos son auténticos manantiales de diversidad genética; su capacidad para mutar en periodos mínimos de tiempo les permite desarrollar nuevos genes. No sólo esto, sino que son precisamente las células, y no los virus, los ‘ladrones’ que acogen un flujo constante de genes víricos. Un ejemplo de esto son los virus que infectan a bacterias (bacteriófagos), los cuales juegan un importante papel en la transferencia directa de ADN entre estos organismos, promoviendo procesos evolutivos independientes del tradicional flujo de genes de padres a hijos. En cuanto a nosotros respecta, es revelador el dato de que en torno al cuarenta y dos por ciento del material genético humano es de origen vírico. Una parte de este material genético ha tenido indudablemente un papel crucial en el curso de nuestra evolución; sin ir más lejos, uno de los genes esenciales en el desarrollo de la placenta fue confeccionado hace millones de años por un virus, antes de acabar ‘insertado’ en el genoma de algún ancestro del primer mamífero de la historia. No menos sorprendente es el hecho de que la principal diferencia entre nuestro genoma y el del chimpancé es precisamente el número, variedad y localización de elementos de origen vírico que forman parte del material genético de ambas especies. Algunas teorías van tan lejos hasta sugerir que el origen del propio ADN, así como de los mecanismos de replicación del mismo, surgieron por primera vez en los virus y fueron luego adoptados por células primitivas, hasta entonces basadas en ARN, un tipo más simple de ácido nucleico.

La verdadera diversidad de los organismos víricos es sin duda enorme y permanece en gran parte inexplorada. Es evidente, sin embargo, que el papel de los virus en la historia de la vida ha sido inmensamente mayor de lo que muchos todavía piensan. Nuestra visión ‘celulocéntrica’ del mundo nos ha llevado a pasar por alto el efecto de la eterna contienda entre el virus y su anfitrión, que no obstante contribuye a encauzar el maravilloso proceso de la evolución, del que todas las formas de vida se benefician. De este modo, el mundo celular y el mundo vírico han evolucionado de forma paralela, pero esencialmente distinta; uno, hacia formas cada vez más complejas; el otro, hacia la máxima simplicidad. Esta depredación de tres mil millones de años de antigüedad, con su inagotable y siempre cambiante repertorio de armas, tácticas y engaños, es probablemente la responsable de que todos los seres vivos, ya sean virus, bacterias, amebas, árboles o humanos, sean como son hoy en día. Al fin y al cabo, nada encaja mejor con la naturaleza inimitable de este mundo que la idea de que la fascinante complejidad de la vida pueda ser fruto de la creatividad del más simple de los seres.


 

Referencias:
Raoult, D. How the virophage compels the need to readdress the classification of microbes. Virology (2015).
Raoult, D., Forterre, P. Redefining viruses: lessons from Mimivirus. Nature Reviews Microbiology (2008).
Forterre, P. The virocell concept and environmental microbiology. The ISME Journal (2013).
Nasir, A. et al. Untangling the origin of viruses and their impact on cellular evolution. Ann. N.Y. Acad. Sci. (2015).
Forterre, P., Prangishvili, D. The Great Billion-year War between Ribosome- and Capsid-encoding Organisms (Cells and Viruses) as the Major Source of Evolutionary Novelties. Ann. N.Y. Acad. Sci. (2009).