La primera edición de El Origen de las Especies, publicado por Charles Darwin en 1859. (Imagen: Scott Thomas Photography.) |
ES NATURAL IMAGINAR
las revoluciones científicas como eventos que acontecen en un instante, cual relámpagos de razón deslumbradora. Concebimos a Galileo, Newton, Darwin, Einstein y tantos otros como figuras grandiosas y solitarias que transformaron por completo nuestro entendimiento del mundo, para conmoción y sorpresa de todos. Cuesta encontrar, sin embargo, ejemplos de revoluciones científicas de tal magnitud en la actualidad. Esto no se debe, por supuesto, a una menor intensidad de la empresa científica; de hecho, el progreso de esta última es hoy más rápido e impresionante que nunca antes. El verdadero motivo de que no podamos señalar demasiadas revoluciones científicas hoy en día es que éstas no son realmente revoluciones —transformaciones súbitas y dramáticas—, sino procesos muy prolongados, que normalmente requieren décadas de desarrollo. La narrativa popular tiende a representar descubrimientos científicos en un tono excesivamente dramático de culminación, iluminación y triunfo; en realidad, dado que los científicos son escépticos por naturaleza, cada gran cambio de paradigma ha necesitado muchos años para ser aceptado. En ciencia, cualquier idea, por muy transformativa, debe ser sujeta a un largo proceso de escrutinio académico y, de ser posible, confirmación experimental, hasta establecerse gradualmente como canon. La tan celebrada estructura de la doble hélice del ADN, tras ser inicialmente propuesta por Watson y Crick, fue considerada durante años como poco más que una mera posibilidad. Hasta Newton, arquetipo del genio científico, tuvo que soportar décadas de amarga competición intelectual antes de que su ley de la gravitación universal fuera finalmente aceptada fuera de Inglaterra.
Entre las muchas narrativas de revoluciones científicas, una es fascinante y desconocida por igual: la historia de cómo la famosa teoría de la evolución mediante selección natural de Charles Darwin se convirtió en el dogma supremo de la biología (esta historia fue brillantemente narrada por Ernst Mayr en el libro The Evolutionary Synthesis). Al contrario de lo que se cree, esto no implicó un cambio instantáneo de paradigma, sino más bien un prolongado proceso de feroz debate académico que no llegaría a su fin hasta mediados de la década de 1940, casi un siglo después de que Darwin publicara su teoría en 1859. Durante este periodo, la disgregación de la biología en nuevos campos de estudio propició el desarrollo de una brecha infranqueable entre los naturalistas clásicos y los biólogos experimentales, llevando a una segregación intelectual que solamente sería resuelta con la forja de una nueva teoría unificada de la evolución, conocida hoy como la síntesis moderna. En breve, esta teoría declara que la evolución gradual de las especies puede explicarse en términos de la acumulación de minúsculos cambios genéticos, recombinación (la reorganización del material genético entre progenitores y descendientes), y la acción de la selección natural sobre esta diversidad genética. La característica fundamental de la síntesis moderna es que explica cómo estos mecanismos genéticos dan lugar a procesos evolutivos de más alto nivel, tales como la especiación y la macroevolución.
En vida, Darwin vio cómo su teoría recibía la consideración y estima de algunos naturalistas, pero nunca presenció su desarrollo último como pilar incuestionable de la biología. De hecho, es difícil concebir hoy en día la intensidad de la oposición a la que el darwinismo tuvo que hacer frente desde finales del siglo XIX, y hasta tan tarde como 1930. En aquel entonces, el darwinismo era solamente una de muchas teorías que intentaban explicar el proceso por el que las especies biológicas se originan. Algunas de estas teorías evolutivas, conocidas como teorías esencialistas, se basaban en la noción de que las especies eran ‘líneas’ puras y uniformes de individuos prácticamente idénticos, declarando así la ausencia de variación natural dentro de cada especie. Por el contrario, las teorías populacionistas interpretaban las especies como poblaciones compuestas de organismos únicos y distintos, y por lo tanto poseedoras de una cantidad considerable de variación natural. Además, algunas teorías reconocían la existencia de herencia blanda, caracterizada por la modificación del material genético a través de la interacción de un organismo con su entorno; un ejemplo particularmente notorio de esta idea es la teoría lamarckiana de la herencia de caracteres adquiridos, la cual proponía que los cambios biológicos adquiridos por un individuo durante el curso de su vida son heredados por sus descendientes. Otras teorías reconocían solamente la herencia dura, la cual se distingue por la noción de que el material hereditario no puede ser alterado por acción del entorno. Hoy consideramos el concepto de herencia blanda como falso, y el material genético como inmutable mediante la interacción del individuo con su entorno (aunque descubrimientos recientes de variación epigenética heredable en ciertas especies podrían suponer un desafío a esta idea). Puede resultar sorprendente, por tanto, el hecho de que prácticamente todas las primeras teorías evolutivas, incluyendo la versión original del darwinismo, admitían un cierto grado de herencia blanda. En particular, el darwinismo asumía una cierta ‘plasticidad’ del material genético, el cual podría ser alterado hasta cierto punto mediante el uso o desuso de caracteres biológicos. No mucho más adelante, el neodarwinismo, una variación de la teoría de Darwin desarrollada por algunos de sus seguidores, entre ellos el naturalista Alfred Russel Wallace, rechazaría por completo la posibilidad de la herencia de caracteres adquiridos, adoptando una perspectiva de herencia dura.
En base a éstos y otros principios, una gran variedad de teorías evolutivas fueron desarrolladas entre los años 1860 y 1940, de las cuales el darwinismo era raramente la favorita. El principal factor que movía a cada autor a defender una u otra teoría era su campo de experiencia, y el número de tales campos se hallaba en una expansión sin precedentes. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la ciencia de la biología, hasta entonces dividida en las disciplinas de zoología y botánica, experimentó una diferenciación en múltiples nuevos campos, incluyendo la embriología, la citología y la ecología. Desde el punto de vista del pensamiento evolutivo, sin embargo, la más influyente de estas nuevas disciplinas sería sin duda la genética —el estudio de los genes y la herencia—, la cual nació tras el redescubrimiento de las leyes de herencia genética de Gregor Mendel en 1900. A partir de este año, los genetistas acumularían un creciente entendimiento de los principios de mutación genética y herencia molecular; no obstante, este conocimiento, en lugar de motivar nuevos avances en el estudio de la evolución, daría pie a una larga y feroz confrontación entre las distintas disciplinas biológicas.
Desde un comienzo, los padres fundadores de la genética fueron firmes opositores del darwinismo y la idea de selección natural. Estos primeros genetistas, junto con los paleontólogos, defendían que el origen de nuevas especies tenía lugar por medio de cambios discontinuos, de modo que una modificación aislada y drástica del material genético (la cual denominaron una mutación), desencadenaba un cambio radical en la fisiología del organismo, resultando así en la transformación instantánea de una especie en otra, sin ninguna forma intermedia. Esta teoría, basada en principios esencialistas, era conocida como saltacionismo, debido a su defensa de la especiación por medio de grandes saltos evolutivos entre especies. Aunque pueda parecer absurda hoy en día, esta idea encajaba notablemente bien con las primeras observaciones de los genetistas, así como con anteriores descubrimientos paleontológicos. Con objeto de evitar cualquier forma de interferencia experimental, los genetistas hacían uso de ‘stocks’, o reservas de individuos casi idénticos (normalmente moscas de la fruta, por ser relativamente fáciles de criar y estudiar). En estos ‘stocks’ de moscas, los primeros genetistas descubrieron que mutaciones genéticas puntuales resultaban en modificaciones dramáticas de ciertos caracteres heredables, tales como el color de los ojos o la forma de las alas. Parecía razonable, por tanto, concluir que la evolución procedía del mismo modo, mediante mutaciones muy infrecuentes pero de gran efecto, las cuales ocasionaban la transformación instantánea de una especie en otra. La evolución gradual por medio de la acción de la selección natural sobre la variación genética existente en una especie parecía estar en contradicción total con estos resultados, llevando a algunos genetistas a afirmar que la evolución darwiniana había sido irrevocablemente refutada por la genética. A pesar de estos errores, la genética produjo algunas contribuciones significativas al pensamiento evolutivo durante este periodo, la más notable de las cuales fue quizá la refutación de la existencia de la herencia blanda.
Por otra parte, aquellos biólogos que habían recibido una formación de naturalistas, tales como los zoólogos y botánicos, estaban acostumbrados a obtener conclusiones directamente a partir del estudio de poblaciones naturales, e insistían en que todas sus observaciones apoyaban la teoría de evolución gradual de Darwin, y no el saltacionismo. La raíz de esta confusión, sin embargo, yacía sin duda en la falta de comunicación entre ambos campos: los naturalistas y los genetistas no sólo defendían distintas teorías, sino que tenían diferentes enfoques científicos, perseguían distintos intereses biológicos, asistían a diferentes reuniones y congresos, publicaban en diferentes revistas, e incluso empleaban distinto vocabulario (incluyendo el uso de acepciones incompatibles para términos tan esenciales como ‘especie’ y ‘mutación’). Es más, los genetistas tendían a considerar a los naturalistas como biólogos especulativos que eran incapaces de confirmar sus ideas en el laboratorio, y por tanto carecían de objetividad; a su vez, los naturalistas veían a los genetistas como miopes experimentalistas sin conocimiento real de las poblaciones naturales, e insensibles a la importante distinción entre herencia y evolución. Todo esto condujo a una interminable confusión y un creciente rencor entre las dos disciplinas, y, quizá más importante, a un tremendo vacío comunicativo. Una prueba extraordinaria de este fenómeno es el hecho de que, cuando una nueva generación de jóvenes genetistas —incluyendo nombres como Hermann Muller, J.B.S. Haldane y Ronald Fisher— comenzaron a obtener, desde finales de los años 1910 en adelante, nuevos resultados que refutaban la teoría saltacionista y apoyaban el neodarwinismo y la selección natural, esto no contribuyó a reparar la brecha entre genetistas y naturalistas. En su lugar, debido a la alienación creada por las perpetuas discrepancias entre ambos campos, la falta de comunicación era tan intensa que los naturalistas pasarían décadas esforzándose por seguir refutando las ideas ya obsoletas de los anteriores genetistas. Fue mayormente a causa de esta extrema segregación académica que la llegada de la síntesis moderna se atrasaría hasta la década de 1940.
De este modo, durante las tres primeras décadas del siglo XX, los naturalistas y los genetistas avanzaron por caminos aislados, cada cual cargando con sus propios lastres conceptuales: los primeros albergaban ideas erróneas acerca de la naturaleza de las mutaciones genéticas y la herencia; los últimos estaban dominados por la creencia de que la evolución de las especies y otros niveles taxonómicos podía entenderse mediante simple extrapolación del conocimiento acerca de cómo genes individuales evolucionan en poblaciones aisladas e ideales. Hasta la década de 1920, cuando cruciales experimentos de selección artificial, junto con el trabajo de los primeros genetistas matemáticos, contribuyeron a establecer la creencia en la selección natural, los textos especializados aún presentaban hasta seis teorías evolutivas diferentes como potencialmente correctas.
Este sombrío panorama sería transformado por completo a partir de 1940, gracias a la perspicacia de un paleontólogo, George Gaylord Simpson, y dos zoólogos, Julian Huxley y Bernhard Rensch. Siendo quizá los únicos científicos de su generación que habían adquirido un conocimiento detallado de los últimos avances en cada una de las disciplinas relevantes, Simpson, Huxley y Rensch publicaron independientemente tres libros, en los que demostraron cómo los hallazgos de los zoólogos, paleontólogos, genetistas y otros biólogos podían combinarse para explicar todos los niveles de la evolución, desde la aparición de alteraciones en genes individuales hasta el origen de las especies, géneros y niveles superiores, en un marco único y consistente. En su libro, Huxley bautizó esta nueva teoría con el nombre por el que es conocida hoy: la síntesis moderna.
La forja de la síntesis moderna no fue en sí misma una revolución científica, sino más bien la compleción de un cambio de paradigma iniciado por Darwin casi un siglo antes. Es más, la síntesis no implicó la victoria de una tradición científica sobre otra, sino la integración de dos marcos conceptuales radicalmente diferentes —naturalismo y experimentalismo— en un nuevo conjunto armonioso. Para hacer posible tal fusión, fue necesario, en primer lugar, eliminar confusiones conceptuales y barreras comunicativas entre los campos enfrentados, algo que sólo estaba al alcance de aquéllos que, en lugar de centrarse en la especialización académica, fueron lo suficientemente curiosos como para aprender acerca de los avances externos a sus respectivas disciplinas, y lo suficientemente abiertos de mente como para observar similitudes en lugar de diferencias. El verdadero impacto de la síntesis moderna fue la unificación de la biología evolutiva en un único campo; tras la llegada de la nueva teoría, la discordia y hostilidad total que habían reinado durante las tres décadas previas fueron reemplazadas por un acuerdo casi absoluto. Nuevos puentes habían sido alzados, los cuales permanecerían sólidamente en pie hasta el día de hoy; aunque aún existe discusión sobre ciertos aspectos de la teoría (tales como el papel de la herencia epigenética y la transferencia horizontal de genes), el marco fundamental de la síntesis ha permanecido esencialmente intacto desde que fuera trazado por primera vez en los años cuarenta.
Entre las muchas narrativas de revoluciones científicas, una es fascinante y desconocida por igual: la historia de cómo la famosa teoría de la evolución mediante selección natural de Charles Darwin se convirtió en el dogma supremo de la biología (esta historia fue brillantemente narrada por Ernst Mayr en el libro The Evolutionary Synthesis). Al contrario de lo que se cree, esto no implicó un cambio instantáneo de paradigma, sino más bien un prolongado proceso de feroz debate académico que no llegaría a su fin hasta mediados de la década de 1940, casi un siglo después de que Darwin publicara su teoría en 1859. Durante este periodo, la disgregación de la biología en nuevos campos de estudio propició el desarrollo de una brecha infranqueable entre los naturalistas clásicos y los biólogos experimentales, llevando a una segregación intelectual que solamente sería resuelta con la forja de una nueva teoría unificada de la evolución, conocida hoy como la síntesis moderna. En breve, esta teoría declara que la evolución gradual de las especies puede explicarse en términos de la acumulación de minúsculos cambios genéticos, recombinación (la reorganización del material genético entre progenitores y descendientes), y la acción de la selección natural sobre esta diversidad genética. La característica fundamental de la síntesis moderna es que explica cómo estos mecanismos genéticos dan lugar a procesos evolutivos de más alto nivel, tales como la especiación y la macroevolución.
En vida, Darwin vio cómo su teoría recibía la consideración y estima de algunos naturalistas, pero nunca presenció su desarrollo último como pilar incuestionable de la biología. De hecho, es difícil concebir hoy en día la intensidad de la oposición a la que el darwinismo tuvo que hacer frente desde finales del siglo XIX, y hasta tan tarde como 1930. En aquel entonces, el darwinismo era solamente una de muchas teorías que intentaban explicar el proceso por el que las especies biológicas se originan. Algunas de estas teorías evolutivas, conocidas como teorías esencialistas, se basaban en la noción de que las especies eran ‘líneas’ puras y uniformes de individuos prácticamente idénticos, declarando así la ausencia de variación natural dentro de cada especie. Por el contrario, las teorías populacionistas interpretaban las especies como poblaciones compuestas de organismos únicos y distintos, y por lo tanto poseedoras de una cantidad considerable de variación natural. Además, algunas teorías reconocían la existencia de herencia blanda, caracterizada por la modificación del material genético a través de la interacción de un organismo con su entorno; un ejemplo particularmente notorio de esta idea es la teoría lamarckiana de la herencia de caracteres adquiridos, la cual proponía que los cambios biológicos adquiridos por un individuo durante el curso de su vida son heredados por sus descendientes. Otras teorías reconocían solamente la herencia dura, la cual se distingue por la noción de que el material hereditario no puede ser alterado por acción del entorno. Hoy consideramos el concepto de herencia blanda como falso, y el material genético como inmutable mediante la interacción del individuo con su entorno (aunque descubrimientos recientes de variación epigenética heredable en ciertas especies podrían suponer un desafío a esta idea). Puede resultar sorprendente, por tanto, el hecho de que prácticamente todas las primeras teorías evolutivas, incluyendo la versión original del darwinismo, admitían un cierto grado de herencia blanda. En particular, el darwinismo asumía una cierta ‘plasticidad’ del material genético, el cual podría ser alterado hasta cierto punto mediante el uso o desuso de caracteres biológicos. No mucho más adelante, el neodarwinismo, una variación de la teoría de Darwin desarrollada por algunos de sus seguidores, entre ellos el naturalista Alfred Russel Wallace, rechazaría por completo la posibilidad de la herencia de caracteres adquiridos, adoptando una perspectiva de herencia dura.
En base a éstos y otros principios, una gran variedad de teorías evolutivas fueron desarrolladas entre los años 1860 y 1940, de las cuales el darwinismo era raramente la favorita. El principal factor que movía a cada autor a defender una u otra teoría era su campo de experiencia, y el número de tales campos se hallaba en una expansión sin precedentes. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la ciencia de la biología, hasta entonces dividida en las disciplinas de zoología y botánica, experimentó una diferenciación en múltiples nuevos campos, incluyendo la embriología, la citología y la ecología. Desde el punto de vista del pensamiento evolutivo, sin embargo, la más influyente de estas nuevas disciplinas sería sin duda la genética —el estudio de los genes y la herencia—, la cual nació tras el redescubrimiento de las leyes de herencia genética de Gregor Mendel en 1900. A partir de este año, los genetistas acumularían un creciente entendimiento de los principios de mutación genética y herencia molecular; no obstante, este conocimiento, en lugar de motivar nuevos avances en el estudio de la evolución, daría pie a una larga y feroz confrontación entre las distintas disciplinas biológicas.
Desde un comienzo, los padres fundadores de la genética fueron firmes opositores del darwinismo y la idea de selección natural. Estos primeros genetistas, junto con los paleontólogos, defendían que el origen de nuevas especies tenía lugar por medio de cambios discontinuos, de modo que una modificación aislada y drástica del material genético (la cual denominaron una mutación), desencadenaba un cambio radical en la fisiología del organismo, resultando así en la transformación instantánea de una especie en otra, sin ninguna forma intermedia. Esta teoría, basada en principios esencialistas, era conocida como saltacionismo, debido a su defensa de la especiación por medio de grandes saltos evolutivos entre especies. Aunque pueda parecer absurda hoy en día, esta idea encajaba notablemente bien con las primeras observaciones de los genetistas, así como con anteriores descubrimientos paleontológicos. Con objeto de evitar cualquier forma de interferencia experimental, los genetistas hacían uso de ‘stocks’, o reservas de individuos casi idénticos (normalmente moscas de la fruta, por ser relativamente fáciles de criar y estudiar). En estos ‘stocks’ de moscas, los primeros genetistas descubrieron que mutaciones genéticas puntuales resultaban en modificaciones dramáticas de ciertos caracteres heredables, tales como el color de los ojos o la forma de las alas. Parecía razonable, por tanto, concluir que la evolución procedía del mismo modo, mediante mutaciones muy infrecuentes pero de gran efecto, las cuales ocasionaban la transformación instantánea de una especie en otra. La evolución gradual por medio de la acción de la selección natural sobre la variación genética existente en una especie parecía estar en contradicción total con estos resultados, llevando a algunos genetistas a afirmar que la evolución darwiniana había sido irrevocablemente refutada por la genética. A pesar de estos errores, la genética produjo algunas contribuciones significativas al pensamiento evolutivo durante este periodo, la más notable de las cuales fue quizá la refutación de la existencia de la herencia blanda.
Por otra parte, aquellos biólogos que habían recibido una formación de naturalistas, tales como los zoólogos y botánicos, estaban acostumbrados a obtener conclusiones directamente a partir del estudio de poblaciones naturales, e insistían en que todas sus observaciones apoyaban la teoría de evolución gradual de Darwin, y no el saltacionismo. La raíz de esta confusión, sin embargo, yacía sin duda en la falta de comunicación entre ambos campos: los naturalistas y los genetistas no sólo defendían distintas teorías, sino que tenían diferentes enfoques científicos, perseguían distintos intereses biológicos, asistían a diferentes reuniones y congresos, publicaban en diferentes revistas, e incluso empleaban distinto vocabulario (incluyendo el uso de acepciones incompatibles para términos tan esenciales como ‘especie’ y ‘mutación’). Es más, los genetistas tendían a considerar a los naturalistas como biólogos especulativos que eran incapaces de confirmar sus ideas en el laboratorio, y por tanto carecían de objetividad; a su vez, los naturalistas veían a los genetistas como miopes experimentalistas sin conocimiento real de las poblaciones naturales, e insensibles a la importante distinción entre herencia y evolución. Todo esto condujo a una interminable confusión y un creciente rencor entre las dos disciplinas, y, quizá más importante, a un tremendo vacío comunicativo. Una prueba extraordinaria de este fenómeno es el hecho de que, cuando una nueva generación de jóvenes genetistas —incluyendo nombres como Hermann Muller, J.B.S. Haldane y Ronald Fisher— comenzaron a obtener, desde finales de los años 1910 en adelante, nuevos resultados que refutaban la teoría saltacionista y apoyaban el neodarwinismo y la selección natural, esto no contribuyó a reparar la brecha entre genetistas y naturalistas. En su lugar, debido a la alienación creada por las perpetuas discrepancias entre ambos campos, la falta de comunicación era tan intensa que los naturalistas pasarían décadas esforzándose por seguir refutando las ideas ya obsoletas de los anteriores genetistas. Fue mayormente a causa de esta extrema segregación académica que la llegada de la síntesis moderna se atrasaría hasta la década de 1940.
De este modo, durante las tres primeras décadas del siglo XX, los naturalistas y los genetistas avanzaron por caminos aislados, cada cual cargando con sus propios lastres conceptuales: los primeros albergaban ideas erróneas acerca de la naturaleza de las mutaciones genéticas y la herencia; los últimos estaban dominados por la creencia de que la evolución de las especies y otros niveles taxonómicos podía entenderse mediante simple extrapolación del conocimiento acerca de cómo genes individuales evolucionan en poblaciones aisladas e ideales. Hasta la década de 1920, cuando cruciales experimentos de selección artificial, junto con el trabajo de los primeros genetistas matemáticos, contribuyeron a establecer la creencia en la selección natural, los textos especializados aún presentaban hasta seis teorías evolutivas diferentes como potencialmente correctas.
Este sombrío panorama sería transformado por completo a partir de 1940, gracias a la perspicacia de un paleontólogo, George Gaylord Simpson, y dos zoólogos, Julian Huxley y Bernhard Rensch. Siendo quizá los únicos científicos de su generación que habían adquirido un conocimiento detallado de los últimos avances en cada una de las disciplinas relevantes, Simpson, Huxley y Rensch publicaron independientemente tres libros, en los que demostraron cómo los hallazgos de los zoólogos, paleontólogos, genetistas y otros biólogos podían combinarse para explicar todos los niveles de la evolución, desde la aparición de alteraciones en genes individuales hasta el origen de las especies, géneros y niveles superiores, en un marco único y consistente. En su libro, Huxley bautizó esta nueva teoría con el nombre por el que es conocida hoy: la síntesis moderna.
La forja de la síntesis moderna no fue en sí misma una revolución científica, sino más bien la compleción de un cambio de paradigma iniciado por Darwin casi un siglo antes. Es más, la síntesis no implicó la victoria de una tradición científica sobre otra, sino la integración de dos marcos conceptuales radicalmente diferentes —naturalismo y experimentalismo— en un nuevo conjunto armonioso. Para hacer posible tal fusión, fue necesario, en primer lugar, eliminar confusiones conceptuales y barreras comunicativas entre los campos enfrentados, algo que sólo estaba al alcance de aquéllos que, en lugar de centrarse en la especialización académica, fueron lo suficientemente curiosos como para aprender acerca de los avances externos a sus respectivas disciplinas, y lo suficientemente abiertos de mente como para observar similitudes en lugar de diferencias. El verdadero impacto de la síntesis moderna fue la unificación de la biología evolutiva en un único campo; tras la llegada de la nueva teoría, la discordia y hostilidad total que habían reinado durante las tres décadas previas fueron reemplazadas por un acuerdo casi absoluto. Nuevos puentes habían sido alzados, los cuales permanecerían sólidamente en pie hasta el día de hoy; aunque aún existe discusión sobre ciertos aspectos de la teoría (tales como el papel de la herencia epigenética y la transferencia horizontal de genes), el marco fundamental de la síntesis ha permanecido esencialmente intacto desde que fuera trazado por primera vez en los años cuarenta.
La historia de la síntesis moderna, nuestro actual paradigma para el estudio de la evolución, posee valor para historiadores y científicos por igual. La larga serie de descubrimientos y avances conceptuales que condujo a una interpretación unificada de la evolución, a partir de la teoría original de Darwin, constituye una ilustración particularmente informativa de fenómenos que han tenido lugar una y otra vez a lo largo de la historia de la ciencia: resistencia a nuevas ideas, especialización excesiva, barreras terminológicas, brechas de comunicación, sentimientos de superioridad y hostilidad entre disciplinas, y la crucial importancia de la colaboración y el entendimiento para el avance científico. La historia de la síntesis moderna revela así el verdadero método del progreso científico, el cual es, por supuesto, más difícil, desordenado y gradual de lo que querríamos imaginar. Es también un ejemplo revelador de cómo la exploración de la historia de las ideas científicas ofrece una comprensión mucho más profunda que el mero estudio de sus definiciones; pues mientras que estas últimas pretenden ser estáticas y permanentes, la historia nos demuestra que la ciencia es algo vivo y en constante cambio, y que la búsqueda del conocimiento es fundamentalmente laboriosa, progresiva, colaborativa y eterna.
Referencias
Mayr, E. (1980). ‘Some Thoughts on the History of the Evolutionary Synthesis’, in The Evolutionary Synthesis: Perspectives on the Unification of Biology (Harvard University Press).
Huxley, J. (1942). Evolution: The Modern Synthesis (Allen and Unwin).
Simpson, G. G. (1944). Tempo and Mode in Evolution (Columbia University Press).
Rensch, B. (1947). Neuere Probleme der Abstammungslehre (Enke).
Mayr, E. (1980). ‘Some Thoughts on the History of the Evolutionary Synthesis’, in The Evolutionary Synthesis: Perspectives on the Unification of Biology (Harvard University Press).
Huxley, J. (1942). Evolution: The Modern Synthesis (Allen and Unwin).
Simpson, G. G. (1944). Tempo and Mode in Evolution (Columbia University Press).
Rensch, B. (1947). Neuere Probleme der Abstammungslehre (Enke).