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Thursday, February 11, 2016

Un mundo de belleza

La ciencia y la filosofía sugieren que el culto a la belleza es mucho más que una simple norma cultural.


La identificación de la belleza estética con la belleza moral ha acompañado al ser humano a lo largo de la historia. (Imagen: Kaho Mitsuki/Wikipedia.)

NO ES algo fácil de definir, y sin embargo todos reconocemos la belleza cuando la tenemos delante. La obsesión del ser humano por la belleza, especialmente por la propia belleza humana, abarca milenios. Los poetas ya escribían sobre ella hace tres mil años; hoy en día, sus obras son una insinuación del carácter trascendental de la belleza, y sugieren que las raíces de la misma son más profundas de lo que podría esperarse de un mero concepto cultural.

Aunque los estándares de lo que consideramos ‘atractivo’ se han visto innegablemente alterados con el paso de los siglos, a causa de una cierta influencia cultural, la verdad es que la belleza física es algo real más allá de toda subjetividad, y posee una función biológica incuestionable. El atractivo físico juega un papel indispensable en toda especie animal a la hora de encontrar pareja; al contrario de lo que a menudo se dice, no se trata de un atributo meramente superficial, sino de un indicador que revela, a golpe de vista, información crucial acerca del estado de juventud, salud y fertilidad de una pareja en potencia —los cuales son, a su vez, indicios de esa indefinible pero imprescindible ‘calidad genética’ que todo organismo desea para sus descendientes
. No es coincidencia que todos los productos de maquillaje facial estén basados en pigmentos de tonos rojizos o rosados, escogidos para imitar el color provocado por un flujo generoso de sangre en la piel, el cual es un indicador innegable de buena salud.

Por su parte, numerosos estudios han demostrado hechos que pueden sonar alarmantes, e incluso ofensivos, en el contexto de la sociedad moderna, tales como que la gente más atractiva tiende a gozar de mejor salud y mayor fertilidad que la gente menos atractiva, o que el considerar ciertos rasgos faciales como atractivos es algo más que un producto cultural. En un estudio en particular, tanto personas africanas como europeas dijeron considerar atractivas a las mismas mujeres de etnia asiática, lo que sugiere que la belleza física es más una cualidad biológica que una construcción social. Aunque hoy en día el culto a la belleza física se considera superficial, y quizás pernicioso, no es difícil imaginar la utilidad que probablemente tuvo para nuestros ancestros lejanos.


Hace más de 150 años, ya el propio Charles Darwin se hallaba perplejo por el papel de la belleza en el mundo natural, que no resultaba fácil de justificar. Los brillantes colores y formas de que los animales hacen gala con objeto de encontrar pareja no sólo suponen un gasto de valiosísima energía, sino que hacen del animal una presa fácil, como ilustra el extravagante plumaje de muchas aves tropicales. Para explicar la importancia evolutiva de la belleza, Darwin concibió el concepto de ‘selección sexual’. A diferencia de la tan conocida selección natural, por la cual sólo los individuos lo suficientemente aptos como para alcanzar la madurez tienen la posibilidad de pasar sus genes a la siguiente generación, la selección sexual implica que ciertos individuos —los más atractivos— tienen ocasión de aparearse con mayor frecuencia que otros.


Aunque Darwin estaba en lo cierto, la selección sexual no fue demostrada y comprendida en profundidad hasta principios de este siglo. Esto se debe, en parte, a que entender las preferencias estéticas de cada animal requiere un estudio exhaustivo de la capacidad sensorial del mismo. De hecho, las increíblemente variadas particularidades de la vista, el olfato, el oído, el tacto y el gusto de cada especie son factores fundamentales en su percepción del atractivo sexual. Un claro ejemplo son los cíclidos que habitan las aguas del Lago Victoria, en África. Estos peces óseos se congregan en dos poblaciones diferenciadas que, aunque pertenecen a la misma especie, han dejado de reproducirse entre sí debido a discrepancias en la selección de parejas reproductivas —es decir, en lo que los individuos de cada población consideran ‘atractivo’. La divergencia entre ambos grupos es tal que afecta incluso al tipo de proteínas que sus ojos emplean para percibir diferentes colores, llamadas fotorreceptores. Una de las poblaciones de cíclidos vive en aguas poco profundas, donde la luz del sol penetra en una gran variedad de colores. Estos peces son capaces de reconocer un amplia abanico de tonalidades, y los machos —el sexo que normalmente despliega todo tipo de encantos con objeto de atraer pareja— exhiben diseños de tonos azulados en sus escamas; es posible que esto constituya una estrategia para ocultarse de las aves que buscan alimento cerca de la superficie, sin dejar por ello de ser visibles a los ojos de las hembras, que distinguen sin problema sus adornos. La segunda población de cíclidos reside en aguas más profundas, a salvo de la vista de las aves. Aquí, la luz adquiere tonos más rojizos, que los peces ven gracias a fotorreceptores específicos; en consecuencia, las escamas de los machos presentan diseños encarnados, más fáciles de divisar por las hembras. A pesar de vivir a pocos metros de distancia, ambas poblaciones no se entremezclan, debido a que las hembras de cada una prefieren —y seleccionan— a los machos a los que pueden ver con mayor facilidad. Si estos dos grupos de peces continúan divergiendo, la acumulación de diferencias entre ellos dará origen a dos especies diferentes. El caso de los cíclidos invita a pensar que las adaptaciones en el sistema sensorial animal, fomentadas por necesidades del entorno, podrían ejercer una presión selectiva capaz de provocar la aparición de nuevas especies en periodos cortos de tiempo.

Sin embargo, esto no aclara la aparente relación entre la apariencia física y la ‘calidad genética’. Con frecuencia, es difícil o imposible relacionar los atributos de la belleza con una ventaja selectiva evidente; de hecho, en muchos casos la ostentosa decoración de los pretendientes debería suponer una desventaja frente a organismos más discretos y, por tanto, más difíciles de detectar para sus predadores. La llamada ‘hipótesis del hándicap’ trata de explicar esta incongruencia sugiriendo que la presencia de adornos llamativos puede actuar como una señal de que el portador cuenta con suficiente fuerza o salud para sobrellevar los efectos negativos de estos rasgos —lo que, irónicamente, lo hace más atractivo para el sexo opuesto. Por otra parte, algunos científicos opinan que los rasgos asociados a la belleza lo están también a otras señales de salud y resistencia. Un ejemplo es la mascarita común, un pequeño pájaro de Norteamérica cuyas hembras sienten preferencia por aquellos machos con plumas pectorales grandes y de un amarillo brillante, o bien con una gran máscara negra alrededor de los ojos, según la región en la que vivan. Curiosamente, ambos rasgos están ligados a la misma cualidad genética: una mayor variación en los genes del complejo mayor de histocompatibilidad, una pieza clave del sistema inmunitario, lo que incrementa la resistencia frente a múltiples tipos de infecciones. Esto insinúa que tanto las plumas amarillas como las máscaras negras, si bien no confieren al macho una mayor resistencia, ofrecen información acerca la misma a las hembras, lo que explica que éstas se fijen en uno u otro rasgo de manera un tanto indiscriminada. Es la información subyacente lo que importa a ojos de la selección sexual.


Los machos de mascarita común muestran plumas amarillas y máscaras negras como reclamo para las hembras. (Imagen: Distant Hill Gardens/Flickr.)

En este aspecto, el ser humano no muy es diferente al resto de animales. La belleza ejerce un enorme poder en nuestra civilización, un poder con una indudable base biológica, además de cultural. Los psicólogos han demostrado cómo nuestra conciencia y nuestro subconsciente reaccionan ante la belleza: un estudio desveló que si a una persona se le da un botón que le permita ver un rostro atractivo durante más tiempo, lo pulsará sin cesar, del mismo modo que un ratón de laboratorio haría para obtener comida o sustancias narcóticas. Esa situación en la que no podemos apartar la vista de un rostro o un cuerpo hermoso, por mucho que lo hayamos visto, no suena nada extraña; ni siquiera los bebés pueden evitar mirar con mayor frecuencia las caras más atractivas. La visión de la belleza provoca una respuesta en el sistema de autorrecompensa del cerebro, alimentado por la dopamina y asociado también con estímulos como el sexo o las drogas. Si nuestra especie está obsesionada con la belleza es porque ésta es, desde un punto de vista biológico, placentera y adictiva. Una consecuencia negativa de este efecto es la discriminación positiva hacia las personas más agraciadas físicamente; está demostrado, por ejemplo, que los estudiantes más atractivos reciben mejores notas, y los acusados más atractivos, sentencias más leves. Además de sentir la necesidad de proteger a las personas que nos atraen, tendemos inconscientemente a presuponer que son buenas personas, así como a destacar sus virtudes positivas sobre las negativas. Nuestra simpatía por la belleza, a través de nuestro propio subconsciente, afecta a nuestro mundo de un modo imperceptible pero omnipresente. Todo parece indicar que, en algún punto de nuestra evolución, la belleza física y la belleza moral se entremezclaron irremediablemente —o quizás la segunda nació de la primera. Así, pensadores como el escritor Oscar Wilde han jugado con la idea de que la belleza pueda estar incluso más allá de todo juicio moral, pueda ser digna de existir por sí misma, sin necesidad de ninguna justificación ni de ningún otro propósito que el de ser admirada.

Algunos científicos y filósofos, por otra parte, proponen que la belleza no es sólo algo que trasciende culturas debido a un fundamento biológico, sino que existe una llamada ‘belleza objetiva’. Para ellos, ésta es el motivo por el que el ser humano puede encontrar placer en apreciar una flor, un atardecer o una sinfonía. Las flores, por ejemplo, a pesar de haber evolucionado para atraer a los insectos, han fascinado al hombre desde siempre. Las imágenes de galaxias y nebulosas captadas por telescopios espaciales, que hasta ahora nadie había podido ver, emanan una belleza que trasciende cualquier gusto o instinto, una belleza universal a la que no subyace ninguna moda o deseo sexual, y que, no obstante, sólo un ser humano es capaz de percibir. Para los que defienden la belleza objetiva, existen verdades estéticas que son tan ciertas y objetivas como cualquier ley física. Esta belleza abstracta puede ser la responsable de nuestro profundo amor por el arte, que se extiende hasta los albores de la humanidad y que hoy en día genera más de cincuenta mil millones de dólares al año.

Con un poco de atención, resulta evidente cuán profundamente imbuida está la belleza en nuestro mundo. Todo a nuestro alrededor posee cualidades que podemos apreciar como atractivas o hermosas, desde otras personas hasta paisajes naturales, pasando por objetos y estructuras diseñados por el hombre para combinar elegancia y utilidad o, simplemente, como puro receptáculo de belleza. La belleza nos rodea desde tan temprano en la vida que apenas reparamos en ella, pero la obsesión que despierta en nosotros nos moldea como seres vivos y como civilización, tanto para bien como para mal. Somos, inevitablemente, esclavos conscientes e inconscientes, consumidores y creadores de belleza, y esto es, en sí mismo, parte de lo que nos hace humanos. Tal vez Oscar Wilde tenía razón al decir que la belleza no necesita más razón que sí misma para existir. ¿Qué sería de este mundo, de nosotros, sin ella?




Referencias:
Wald, C. The aesthetic brain. Nature (2015).
Maxmen, A. Come mate with me. Nature (2015).
Q&A Karl Grammer: Innate attractions. Nature (2015).
Q&A David Deutsch: Objective beauty. Nature (2015).
Wald, C. Beauty: 4 big questions. Nature (2015).