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Sunday, January 22, 2017

El punto crítico

Los problemas globales que definirán el siglo XXI ya han comenzado a tomar forma.


La sobrepoblación y las malas condiciones de vida asociadas a ésta son ya un grave problema en muchas regiones. (Imagen: Alicia Nijdam/Wikipedia)

LA ÚLTIMA MITAD de siglo ha traído la que quizá sea la mayor transformación de nuestra historia. Hoy, vivimos en un mundo que nuestros propios abuelos jamás podrían haber imaginado, donde miles de millones de personas dan por sentadas cosas tales como agua limpia, electricidad segura, calefacción, productos baratos, medicamentos efectivos, transporte rápido, acceso inmediato a la información, o estabilidad política. Por otra parte, junto a las amenazas intemporales de la discriminación, la pobreza, la injusticia, la violencia y la desigualdad, el siglo XXI habrá de ser moldeado por nuevos y enormes desafíos que comienzan ya a cernirse sobre nosotros. La humanidad se ha visto precipitada a —o, más bien, generado— un panorama global como nunca se haya visto; nuestra población se ha expandido hasta un punto en el que nuestro impacto en el planeta es innegable, en una explosión demográfica que, según toda predicción, no hará sino acelerarse. A pesar de que los niveles de vida medios han mejorado espectacularmente (aunque también desigualmente), los efectos de nuestro estilo de vida industrializado en el planeta no sólo no tienen precedente, sino que han escapado ya a nuestro propio control, como refleja el aparentemente imparable ascenso de las temperaturas atmosféricas y marítimas a nivel global. Estas dos amenazas —sobrepoblación y cambio climático— serán, por tanto, responsables de los mayores desafíos a afrontar por las nuevas generaciones del siglo XXI.

La sobrepoblación mundial es un concepto relativamente nuevo para nuestra especie. Si la presencia humana en la Tierra era casi insignificante hace sólo unos siglos, hoy poblaciones de todo el mundo están experimentando una expansión vertiginosa, la cual viene normalmente acompañada de la invasión de cualquier hábitat natural disponible. Se espera que haya más de once mil millones de personas viviendo en este planeta a comienzos del siglo XXII, en comparación con las siete mil millones que lo habitan hoy. No obstante, se prevé que el cambio será desigual, con los países menos desarrollados soportando el peso de la explosión demográfica, mientras que muchas regiones desarrolladas podrían presenciar una reducción y un envejecimiento de sus poblaciones.

Un crecimiento acelerado de la población acarrea notables consecuencias negativas, tanto para la sociedad como para el medio ambiente, derivadas de las mayores necesidades económicas de familias más grandes, niveles más elevados de consumo y producción de residuos, y una mayor competición por puestos de trabajo, la cual, a su vez, conduce a condiciones de trabajo precarias y salarios exiguos. Debido a esto, muchos países disfrutarían de mejores niveles de vida y de un desarrollo más acelerado, si pudieran moderar su tasa de crecimiento. Ejemplos destacables son Corea del Sur y Taiwán, las cuales han experimentado un desarrollo económico sostenido y una mejora en la calidad de vida en las últimas décadas, tras el declive de sus índices de natalidad.


La mejor manera de prevenir la pobreza generalizada y el agotamiento de los recursos naturales causados por poblaciones de tamaño insostenible es implementar medidas dirigidas a ofrecer acceso continuo a métodos anticonceptivos en países en desarrollo, así como educar a las sociedades acerca de los beneficios económicos y sociales de tener menos hijos, lo cual a menudo va en contra de la norma cultural. Este objetivo puede lograrse por medio de programas voluntarios de planificación familiar, los cuales contribuyen a informar a sociedades y familias y a evitar embarazos no deseados. Dado que entre las razones para este tipo de embarazos destacan la falta de información y acceso a anticonceptivos, el miedo infundado a posibles efectos secundarios de los mismos, y la oposición férrea de maridos y líderes sociales, los programas de planificación familiar deben concentrar muchos de sus esfuerzos en tareas de difusión y concienciación, dirigidas a cambiar las visiones más tradicionales sobre la contracepción. Intervenciones de este tipo han demostrado repetidamente tener éxito en experimentos demográficos, donde el aumento en el uso de anticonceptivos resultó en tasas más bajas de natalidad, que a su vez trajeron beneficios duraderos, tales como hijos mejor educados y mejores perspectivas económicas para sus familias. De forma destacable, la educación de las mujeres ha resultado ser un factor tan importante para el éxito como el acceso a métodos anticonceptivos, dado que las mujeres con un mayor nivel de educación tienden a defender sus derechos reproductivos más resueltamente, casarse más tarde y tener menos hijos. Es también fundamental que los programas de planificación familiar vayan dirigidos a informar a las familias acerca de sus opciones reproductivas, y a proporcionarles la posibilidad de emplear anticonceptivos, pero sin forzarles nunca a ello. La libertad de elección es clave para el éxito.


Algunos, por otra parte, quizá sean de la opinión de que los países desarrollados deberían preocuparse más de sus propios problemas demográficos que del futuro de poblaciones en zonas en desarrollo. No obstante, la pobreza generalizada y los conflictos provocados por la sobrepoblación desencadenarán inevitablemente migraciones a gran escala hacia países desarrollados, poniendo a estos últimos bajo un inmenso estrés socioeconómico. No cabe duda de que el futuro de las naciones en desarrollo afectará profundamente a aquéllas más desarrolladas, a medida que nuestro mundo se torna cada vez más globalizado.

El segundo gran desafío en nuestro camino es el creciente impacto de la humanidad a nivel ecológico, tal como ilustra el actual aumento de las temperaturas en todo el mundo. Esta amenaza es tan inédita que los científicos y activistas climáticos han encontrado grandes dificultades para superar el escepticismo de la gente hacia el cambio climático —sin mencionar la manipulación mediática por parte de grupos con intereses comerciales en los combustibles fósiles—. Un celebrado paso adelante ha sido el Acuerdo de París, firmado en diciembre de 2015 por las partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, y que estableció el objetivo de mantener el aumento global de las temperaturas por debajo de 2°C sobre los niveles anteriores a la Revolución Industrial. Sin embargo, tal objetivo ya no puede alcanzarse solamente mediante reducciones en las emisiones de gases de efecto invernadero; la solución se halla, supuestamente, en el desarrollo y aplicación, a lo largo de la segunda mitad de este siglo, de tecnologías de ‘captura y almacenamiento de carbono’, las cuales ofrecen la posibilidad de extraer dióxido de carbono de la atmósfera de forma permanente. Este tipo de tecnología no sólo se encuentra aún en fase de desarrollo, sino que, sorprendentemente, no fue siquiera mencionada durante la conferencia de París. Considerando esto, algunos han declarado que el Acuerdo de París no supone un paso exitoso en la lucha contra el cambio climático, sino más bien un espectacular ejercicio de postergación: hoy, estamos esperando a que tecnologías inexistentes sean desarrolladas en el futuro, a fin de afrontar la que es ya una de las mayores amenazas a las poblaciones humanas en todo el mundo; y nos damos palmadas en la espalda por tal victoria imaginaria.


Los cultivos bioenergéticos son una popular técnica potencial para la extracción de dióxido de carbono de la atmósfera. (Imagen: L. Brian Stauffer/University of Illinois.)

El problema de las tecnologías de captura de carbono es no sólo que éstas requerirán un extenso desarrollo antes de constituir una herramienta frente al cambio climático, sino que, a fin de tener éxito, deberán ser aplicadas en una escala tan masiva que su coste medioambiental y socioeconómico podría resultar increíblemente alto. Por ejemplo, una tecnología de gran popularidad es la llamada ‘bioenergía con captura y almacenamiento de carbono’, basada en cultivos bioenergéticos: plantaciones dirigidas específicamente a extraer dióxido de carbono del aire de forma natural. Estas plantas son posteriormente incineradas para producir energía, capturando y almacenando el dióxido de carbono resultante (por ejemplo, en forma líquida). Este método parece factible, al menos si no contamos con que, a fin de alcanzar el objetivo del Acuerdo de París, cerca de seiscientos mil millones de toneladas de CO2 deberán ser extraídas de la atmósfera antes de finales de siglo. Para intentar conseguir esto exclusivamente por medio de cultivos bioenergéticos, se necesitaría alrededor de un tercio de toda la tierra cultivable del mundo. No obstante, dada la actual tasa exponencial de crecimiento de la población humana, los requerimientos agriculturales de los cultivos bioenergéticos entrarían en conflicto con la necesidad imperativa de una mayor producción de alimentos. Además, dedicar tal cantidad de tierra a un uso bioenergético implicaría la destrucción de vastas extensiones de bosque silvestre y el uso de enormes cantidades de fertilizante, los cuales conllevarían su propio impacto climático. Por tanto, es muy probable que los cultivos bioenergéticos sean un medio insuficiente para frenar el aumento en los niveles de CO2 atmosférico.

Esto no quiere decir que la idea del cultivo bioenergético (o cualquier otra tecnología de captura de carbono) debería ser abandonada de inmediato. Más bien ilustra la necesidad de poner tales tecnologías en un contexto adecuado ahora, antes de su implementación, así como de dedicar muchos más recursos a la evaluación del potencial de cada alternativa y de sus posibles efectos en sociedades y ecosistemas.

Uno de los mayores obstáculos a la hora de afrontar los problemas relativos al futuro, tales como los ya mencionados, es la tendencia humana a subestimar, de forma inconsciente, los riesgos y beneficios asociados al futuro, en comparación con aquéllos más inmediatos. Por este motivo, los costes de comenzar una transición a una economía sostenible y baja en emisiones nos parecen mucho mayores que los futuros costes de un cambio extremo en los patrones climáticos globales, fenómenos atmosféricos destructivos, y aumentos en el nivel del mar; incluso cuando tales costes incluyen no sólo pérdidas económicas, sino también guerra, miseria y la disrupción de miles de millones de vidas. Varios estudios psicológicos han demostrado esta propensión a enfatizar los beneficios a corto plazo sobre aquéllos a largo plazo, así como a conformarnos con el status quo en lugar de trabajar activamente por el cambio. Sin embargo, estos aspectos de la naturaleza humana pueden ser empleados como una herramienta para desplazar la opinión pública en torno a problemas imperativos, incluyendo la sobrepoblación mundial y el cambio climático. Por ejemplo, mediante el uso de paralelismos entre predicciones futuras y situaciones actuales, tales como el clima de tensión y adversidad desencadenado por la actual migración en masa de refugiados de Oriente Medio hacia Europa, la gente podría comprender el panorama resultante de millones de personas abandonando simultáneamente países asolados por la sobrepoblación, el conflicto generalizado, la desertificación o el aumento del nivel del mar en un futuro próximo. La resistencia a cambiar activamente nuestra economía ‘alta en carbono’ por otra ‘baja en carbono’ podría ser vencida mediante un compromiso a realizar dicha transición antes de una fecha determinada —con lo cual disminuiríamos nuestra percepción relativa de los costes asociados, al desplazarlos hacia el futuro— y mediante la imposición de tecnologías de bajo impacto ambiental, tales como energías renovables y coches eléctricos, como la opción por defecto en lugar de alternativas —aprovechando así la indisposición humana al cambio para beneficio del bien global—.


Huelga decir que los desafíos que han de moldear el siglo XXI no serán fáciles de abordar, dada su inigualable complejidad y colosal escala. Los grandes triunfos de la ciencia y la ingeniería presenciados en los últimos tiempos, incluyendo la exploración del espacio, descubrimientos fundamentales en física, el desarrollo de nuevos ‘supermateriales’, y el desciframiento de las bases moleculares de la vida, palidecen en comparación con aquéllos problemas que son verdaderamente difíciles de resolver: injusticia social, discriminación, pobreza, violaciones de los derechos humanos, y la incesante devastación de nuestro propio mundo. Abordar tales cuestiones y sus causas exigirá no sólo un grado de voluntad y compromiso sin precedentes por parte de las naciones más desarrolladas del mundo, sino también una cooperación y un diálogo activos entre éstas y los países en desarrollo, los cuales se encuentran en mayor peligro. La colaboración entre gobiernos, científicos, legisladores, demógrafos, ingenieros, economistas, organizaciones sin ánimo de lucro y otras partes involucradas será sin duda indispensable, si la humanidad ha de tener alguna posibilidad de acabar este siglo mejor de lo que lo hemos empezado.



Referencias:
Bongaarts, J. Slow down population growth. Nature (2016).
Williamson, P. Scrutinize CO2 removal methods. Nature (2016).
Fehr-Duda, H., Fehr, E. Game human nature. Nature (2016).