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Thursday, October 3, 2019

Evolución en evolución

La historia de cómo llegamos a comprender la evolución es un fascinante ejemplo del verdadero carácter de las revoluciones científicas.


La primera edición de El Origen de las Especies, publicado por Charles Darwin en 1859. (Imagen: Scott Thomas Photography.)

ES NATURAL IMAGINAR las revoluciones científicas como eventos que acontecen en un instante, cual relámpagos de razón deslumbradora. Concebimos a Galileo, Newton, Darwin, Einstein y tantos otros como figuras grandiosas y solitarias que transformaron por completo nuestro entendimiento del mundo, para conmoción y sorpresa de todos. Cuesta encontrar, sin embargo, ejemplos de revoluciones científicas de tal magnitud en la actualidad. Esto no se debe, por supuesto, a una menor intensidad de la empresa científica; de hecho, el progreso de esta última es hoy más rápido e impresionante que nunca antes. El verdadero motivo de que no podamos señalar demasiadas revoluciones científicas hoy en día es que éstas no son realmente revoluciones —transformaciones súbitas y dramáticas—, sino procesos muy prolongados, que normalmente requieren décadas de desarrollo. La narrativa popular tiende a representar descubrimientos científicos en un tono excesivamente dramático de culminación, iluminación y triunfo; en realidad, dado que los científicos son escépticos por naturaleza, cada gran cambio de paradigma ha necesitado muchos años para ser aceptado. En ciencia, cualquier idea, por muy transformativa, debe ser sujeta a un largo proceso de escrutinio académico y, de ser posible, confirmación experimental, hasta establecerse gradualmente como canon. La tan celebrada estructura de la doble hélice del ADN, tras ser inicialmente propuesta por Watson y Crick, fue considerada durante años como poco más que una mera posibilidad. Hasta Newton, arquetipo del genio científico, tuvo que soportar décadas de amarga competición intelectual antes de que su ley de la gravitación universal fuera finalmente aceptada fuera de Inglaterra.

Entre las muchas narrativas de revoluciones científicas, una es fascinante y desconocida por igual: la historia de cómo la famosa teoría de la evolución mediante selección natural de Charles Darwin se convirtió en el dogma supremo de la biología (esta historia fue brillantemente narrada por Ernst Mayr en el libro The Evolutionary Synthesis). Al contrario de lo que se cree, esto no implicó un cambio instantáneo de paradigma, sino más bien un prolongado proceso de feroz debate académico que no llegaría a su fin hasta mediados de la década de 1940, casi un siglo después de que Darwin publicara su teoría en 1859. Durante este periodo, la disgregación de la biología en nuevos campos de estudio propició el desarrollo de una brecha infranqueable entre los naturalistas clásicos y los biólogos experimentales, llevando a una segregación intelectual que solamente sería resuelta con la forja de una nueva teoría unificada de la evolución, conocida hoy como la síntesis moderna. En breve, esta teoría declara que la evolución gradual de las especies puede explicarse en términos de la acumulación de minúsculos cambios genéticos, recombinación (la reorganización del material genético entre progenitores y descendientes), y la acción de la selección natural sobre esta diversidad genética. La característica fundamental de la síntesis moderna es que explica cómo estos mecanismos genéticos dan lugar a procesos evolutivos de más alto nivel, tales como la especiación y la macroevolución.

En vida, Darwin vio cómo su teoría recibía la consideración y estima de algunos naturalistas, pero nunca presenció su desarrollo último como pilar incuestionable de la biología. De hecho, es difícil concebir hoy en día la intensidad de la oposición a la que el darwinismo tuvo que hacer frente desde finales del siglo XIX, y hasta tan tarde como 1930. En aquel entonces, el darwinismo era solamente una de muchas teorías que intentaban explicar el proceso por el que las especies biológicas se originan. Algunas de estas teorías evolutivas, conocidas como teorías esencialistas, se basaban en la noción de que las especies eran ‘líneas’ puras y uniformes de individuos prácticamente idénticos, declarando así la ausencia de variación natural dentro de cada especie. Por el contrario, las teorías populacionistas interpretaban las especies como poblaciones compuestas de organismos únicos y distintos, y por lo tanto poseedoras de una cantidad considerable de variación natural. Además, algunas teorías reconocían la existencia de herencia blanda, caracterizada por la modificación del material genético a través de la interacción de un organismo con su entorno; un ejemplo particularmente notorio de esta idea es la teoría lamarckiana de la herencia de caracteres adquiridos, la cual proponía que los cambios biológicos adquiridos por un individuo durante el curso de su vida son heredados por sus descendientes. Otras teorías reconocían solamente la herencia dura, la cual se distingue por la noción de que el material hereditario no puede ser alterado por acción del entorno. Hoy consideramos el concepto de herencia blanda como falso, y el material genético como inmutable mediante la interacción del individuo con su entorno (aunque descubrimientos recientes de variación epigenética heredable en ciertas especies podrían suponer un desafío a esta idea). Puede resultar sorprendente, por tanto, el hecho de que prácticamente todas las primeras teorías evolutivas, incluyendo la versión original del darwinismo, admitían un cierto grado de herencia blanda. En particular, el darwinismo asumía una cierta ‘plasticidad’ del material genético, el cual podría ser alterado hasta cierto punto mediante el uso o desuso de caracteres biológicos. No mucho más adelante, el neodarwinismo, una variación de la teoría de Darwin desarrollada por algunos de sus seguidores, entre ellos el naturalista Alfred Russel Wallace, rechazaría por completo la posibilidad de la herencia de caracteres adquiridos, adoptando una perspectiva de herencia dura.


En base a éstos y otros principios, una gran variedad de teorías evolutivas fueron desarrolladas entre los años 1860 y 1940, de las cuales el darwinismo era raramente la favorita. El principal factor que movía a cada autor a defender una u otra teoría era su campo de experiencia, y el número de tales campos se hallaba en una expansión sin precedentes. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la ciencia de la biología, hasta entonces dividida en las disciplinas de zoología y botánica, experimentó una diferenciación en múltiples nuevos campos, incluyendo la embriología, la citología y la ecología. Desde el punto de vista del pensamiento evolutivo, sin embargo, la más influyente de estas nuevas disciplinas sería sin duda la genética —el estudio de los genes y la herencia—, la cual nació tras el redescubrimiento de las leyes de herencia genética de Gregor Mendel en 1900. A partir de este año, los genetistas acumularían un creciente entendimiento de los principios de mutación genética y herencia molecular; no obstante, este conocimiento, en lugar de motivar nuevos avances en el estudio de la evolución, daría pie a una larga y feroz confrontación entre las distintas disciplinas biológicas.


Desde un comienzo, los padres fundadores de la genética fueron firmes opositores del darwinismo y la idea de selección natural. Estos primeros genetistas, junto con los paleontólogos, defendían que el origen de nuevas especies tenía lugar por medio de cambios discontinuos, de modo que una modificación aislada y drástica del material genético (la cual denominaron una mutación), desencadenaba un cambio radical en la fisiología del organismo, resultando así en la transformación instantánea de una especie en otra, sin ninguna forma intermedia. Esta teoría, basada en principios esencialistas, era conocida como saltacionismo, debido a su defensa de la especiación por medio de grandes saltos evolutivos entre especies. Aunque pueda parecer absurda hoy en día, esta idea encajaba notablemente bien con las primeras observaciones de los genetistas, así como con anteriores descubrimientos paleontológicos. Con objeto de evitar cualquier forma de interferencia experimental, los genetistas hacían uso de ‘stocks’, o reservas de individuos casi idénticos (normalmente moscas de la fruta, por ser relativamente fáciles de criar y estudiar). En estos ‘stocks’ de moscas, los primeros genetistas descubrieron que mutaciones genéticas puntuales resultaban en modificaciones dramáticas de ciertos caracteres heredables, tales como el color de los ojos o la forma de las alas. Parecía razonable, por tanto, concluir que la evolución procedía del mismo modo, mediante mutaciones muy infrecuentes pero de gran efecto, las cuales ocasionaban la transformación instantánea de una especie en otra. La evolución gradual por medio de la acción de la selección natural sobre la variación genética existente en una especie parecía estar en contradicción total con estos resultados, llevando a algunos genetistas a afirmar que la evolución darwiniana había sido irrevocablemente refutada por la genética. A pesar de estos errores, la genética produjo algunas contribuciones significativas al pensamiento evolutivo durante este periodo, la más notable de las cuales fue quizá la refutación de la existencia de la herencia blanda.

Por otra parte, aquellos biólogos que habían recibido una formación de naturalistas, tales como los zoólogos y botánicos, estaban acostumbrados a obtener conclusiones directamente a partir del estudio de poblaciones naturales, e insistían en que todas sus observaciones apoyaban la teoría de evolución gradual de Darwin, y no el saltacionismo. La raíz de esta confusión, sin embargo, yacía sin duda en la falta de comunicación entre ambos campos: los naturalistas y los genetistas no sólo defendían distintas teorías, sino que tenían diferentes enfoques científicos, perseguían distintos intereses biológicos, asistían a diferentes reuniones y congresos, publicaban en diferentes revistas, e incluso empleaban distinto vocabulario (incluyendo el uso de acepciones incompatibles para términos tan esenciales como ‘especie’ y ‘mutación’). Es más, los genetistas tendían a considerar a los naturalistas como biólogos especulativos que eran incapaces de confirmar sus ideas en el laboratorio, y por tanto carecían de objetividad; a su vez, los naturalistas veían a los genetistas como miopes experimentalistas sin conocimiento real de las poblaciones naturales, e insensibles a la importante distinción entre herencia y evolución. Todo esto condujo a una interminable confusión y un creciente rencor entre las dos disciplinas, y, quizá más importante, a un tremendo vacío comunicativo. Una prueba extraordinaria de este fenómeno es el hecho de que, cuando una nueva generación de jóvenes genetistas —incluyendo nombres como Hermann Muller, J.B.S. Haldane y Ronald Fisher— comenzaron a obtener, desde finales de los años 1910 en adelante, nuevos resultados que refutaban la teoría saltacionista y apoyaban el neodarwinismo y la selección natural, esto no contribuyó a reparar la brecha entre genetistas y naturalistas. En su lugar, debido a la alienación creada por las perpetuas discrepancias entre ambos campos, la falta de comunicación era tan intensa que los naturalistas pasarían décadas esforzándose por seguir refutando las ideas ya obsoletas de los anteriores genetistas. Fue mayormente a causa de esta extrema segregación académica que la llegada de la síntesis moderna se atrasaría hasta la década de 1940.

De este modo, durante las tres primeras décadas del siglo XX, los naturalistas y los genetistas avanzaron por caminos aislados, cada cual cargando con sus propios lastres conceptuales: los primeros albergaban ideas erróneas acerca de la naturaleza de las mutaciones genéticas y la herencia; los últimos estaban dominados por la creencia de que la evolución de las especies y otros niveles taxonómicos podía entenderse mediante simple extrapolación del conocimiento acerca de cómo genes individuales evolucionan en poblaciones aisladas e ideales. Hasta la década de 1920, cuando cruciales experimentos de selección artificial, junto con el trabajo de los primeros genetistas matemáticos, contribuyeron a establecer la creencia en la selección natural, los textos especializados aún presentaban hasta seis teorías evolutivas diferentes como potencialmente correctas.

Este sombrío panorama sería transformado por completo a partir de 1940, gracias a la perspicacia de un paleontólogo, George Gaylord Simpson, y dos zoólogos, Julian Huxley y Bernhard Rensch. Siendo quizá los únicos científicos de su generación que habían adquirido un conocimiento detallado de los últimos avances en cada una de las disciplinas relevantes, Simpson, Huxley y Rensch publicaron independientemente tres libros, en los que demostraron cómo los hallazgos de los zoólogos, paleontólogos, genetistas y otros biólogos podían combinarse para explicar todos los niveles de la evolución, desde la aparición de alteraciones en genes individuales hasta el origen de las especies, géneros y niveles superiores, en un marco único y consistente. En su libro, Huxley bautizó esta nueva teoría con el nombre por el que es conocida hoy: la síntesis moderna.

La forja de la síntesis moderna no fue en sí misma una revolución científica, sino más bien la compleción de un cambio de paradigma iniciado por Darwin casi un siglo antes. Es más, la síntesis no implicó la victoria de una tradición científica sobre otra, sino la integración de dos marcos conceptuales radicalmente diferentes —naturalismo y experimentalismo— en un nuevo conjunto armonioso. Para hacer posible tal fusión, fue necesario, en primer lugar, eliminar confusiones conceptuales y barreras comunicativas entre los campos enfrentados, algo que sólo estaba al alcance de aquéllos que, en lugar de centrarse en la especialización académica, fueron lo suficientemente curiosos como para aprender acerca de los avances externos a sus respectivas disciplinas, y lo suficientemente abiertos de mente como para observar similitudes en lugar de diferencias. El verdadero impacto de la síntesis moderna fue la unificación de la biología evolutiva en un único campo; tras la llegada de la nueva teoría, la discordia y hostilidad total que habían reinado durante las tres décadas previas fueron reemplazadas por un acuerdo casi absoluto. Nuevos puentes habían sido alzados, los cuales permanecerían sólidamente en pie hasta el día de hoy; aunque aún existe discusión sobre ciertos aspectos de la teoría (tales como el papel de la herencia epigenética y la transferencia horizontal de genes), el marco fundamental de la síntesis ha permanecido esencialmente intacto desde que fuera trazado por primera vez en los años cuarenta.

La historia de la síntesis moderna, nuestro actual paradigma para el estudio de la evolución, posee valor para historiadores y científicos por igual. La larga serie de descubrimientos y avances conceptuales que condujo a una interpretación unificada de la evolución, a partir de la teoría original de Darwin, constituye una ilustración particularmente informativa de fenómenos que han tenido lugar una y otra vez a lo largo de la historia de la ciencia: resistencia a nuevas ideas, especialización excesiva, barreras terminológicas, brechas de comunicación, sentimientos de superioridad y hostilidad entre disciplinas, y la crucial importancia de la colaboración y el entendimiento para el avance científico. La historia de la síntesis moderna revela así el verdadero método del progreso científico, el cual es, por supuesto, más difícil, desordenado y gradual de lo que querríamos imaginar. Es también un ejemplo revelador de cómo la exploración de la historia de las ideas científicas ofrece una comprensión mucho más profunda que el mero estudio de sus definiciones; pues mientras que estas últimas pretenden ser estáticas y permanentes, la historia nos demuestra que la ciencia es algo vivo y en constante cambio, y que la búsqueda del conocimiento es fundamentalmente laboriosa, progresiva, colaborativa y eterna.



Referencias
Mayr, E. (1980). ‘Some Thoughts on the History of the Evolutionary Synthesis’, in The Evolutionary Synthesis: Perspectives on the Unification of Biology (Harvard University Press).
Huxley, J. (1942). Evolution: The Modern Synthesis (Allen and Unwin).
Simpson, G. G. (1944). Tempo and Mode in Evolution (Columbia University Press).
Rensch, B. (1947). Neuere Probleme der Abstammungslehre (Enke).

Monday, December 3, 2018

The story of a space odyssey

In its three decades of life, the Cassini–Huygens mission to Saturn transformed our view of the outer Solar System.


Natural-colour view of Saturn, taken by the Cassini spacecraft on January 2010.
(Credit: NASA/JPL-Caltech/Space Science Institute.)

ON 15 SEPTEMBER 2017, after thirteen years orbiting Saturn, a robotic spacecraft by the name of Cassini plunged into the atmosphere of the gas giant, where it quickly burned up. More than an hour later, a faint radio signal delivered the news of the space probe’s demise to Earth, thus marking the end of the Cassini–Huygens space mission. Over the previous two decades, this colossal scientific venture had completely revolutionised our understanding of one of the most remarkable regions of the Solar System — and the way we think about the possibility of extra-terrestrial life.

Despite Cassini’s destruction having been exhaustively planned, for many people at NASA, ESA and ASI — the American, European and Italian space agencies — the sudden radio silence that followed the probe’s destruction felt like the death of an old and dear friend. The long-lived space mission had occupied the best part of their careers; while each of its stages slowly unfolded billions of kilometres away, many of those involved in the project went on to start families, grow old and, in some cases, even die. One of those lucky enough to witness the entire life of Cassini–Huygens from up close was David Southwood, a distinguished planetary scientist who is also a former Director of Science at ESA, and a former President of the Royal Astronomical Society. In a recent talk hosted by the Cambridge University Astronomical Society, Southwood offered his gripping account of the story and legacy of Cassini–Huygens, and of the huge international effort that allowed the mission to take off and remain operative for so long, despite the considerable political and social changes that took place during its course. Most of what follows is based on the contents of Southwood’s talk.

Cassini and Huygens, the two robotic spacecraft that would carry out the grand mission, were launched into space in 1997, twenty years before Cassini’s death in 2017; the mission’s origins, however, date back as far as the early 1980s. This was a time when Europe was notably reluctant to invest in space exploration: after the breakneck space race between the United States and the Soviet Union, which culminated in the landing of Apollo 11 on the Moon in 1969, space had come to be regarded, as Southwood put it, ‘as either Terra Americana or Terra Sovietica: either American or Soviet territory’. Southwood not only witnessed the transition of space science from science-fiction into a tangible reality, but he played an active part in it. After his childhood in England, where he grew up devouring colourful science-fiction comics in the 1950s, he later moved to the United States in search of a better environment for space science, before returning to England in the early 1970s. It was in 1982 when Europe and the United States finally became unlikely partners in an ambitious mission proposal aimed at Saturn — a planet that had captured the public imagination ever since Galileo Galilei first trained his telescope at it in 1610. The ESA committed to the construction of Huygens, the space lander that was to descend on Saturn’s largest moon, Titan, and bore the name of its discoverer, Christiaan Huygens. NASA and ASI would build the larger Cassini probe, which would remain in orbit around Saturn to study the planet’s rings and moons, and was named after Giovanni Cassini, the discoverer of Saturn’s ring divisions and several of its moons.



Diagram of the Cassini spacecraft. The Huygens probe is hidden under the circular shield on the left side.
(Credit: NASA Jet Propulsion Laboratory.)

Working at Imperial College, London, Southwood led the development of one of Cassini’s scientific instruments: its space magnetometer, a device designed to measure changes in magnetic fields. He also found himself playing an unexpected but critical part in defending the project against worrying shifts in the scientific priorities of NASA, most likely underlain by the altered political climate that followed the end of the Cold War. Safeguarding the mission from technical and political failure was of the foremost importance for those involved in it; with a height of about seven metres, a mass of over two tonnes, and a development cost of nearly one and a half billion dollars, Cassini was an ambitious spacecraft that supported the weight of hefty expectations.


After leaving Earth from Cape Canaveral in 1997, Cassini — carrying the Huygens lander with it — embarked on a grand tour of the Solar System, with the object of gaining sufficient impulse towards its final destination through a series of ‘gravitational slingshot’ manoeuvres. By flying very close to a planet, the probe could exploit its gravitational field to accelerate and fly away (‘slingshot’) without spending energy. In a succession of incredibly precise manoeuvres, Cassini performed two such fly-by passes of Venus, another of Earth itself (in 1999), and a final one of Jupiter, which sent the probe on its way to Saturn. After seven years of journey through empty space, Cassini finally entered orbit around the ringed giant in 2004. Shortly afterwards, the Huygens lander detached and headed towards Titan, where it would land in 2005.


Animation of Cassini's trajectory through the Solar System, from October 1997 to May 2008.
(Purple: Cassini. Cyan: Venus. Blue: Earth. Yellow: Jupiter. Green: Saturn.)
(Credit: Phoenix7777/Wikipedia, under Creative Commons Attribution-Share Alike 4.0 International licence.)

Titan was already known to possess a dense, orange-hued atmosphere which, like that of Earth, is chiefly composed of nitrogen. However, little was known about the surface below, apart from the fact that there was an abundance of methane. More interestingly, Titan’s average temperature of –180 ºC should allow methane to exist in liquid, solid and gaseous forms; this meant that, upon its arrival, Huygens might find itself in a world marked by methane clouds and rain, methane lakes and rivers, and even methane ice. And indeed, photographs and data from Huygens showed the existence of all those features, as predicted many years before — with some lakes reaching lengths of about a hundred kilometres. As Southwood rightly remarked, ‘one of the best things of being a scientist is when wild predictions turn out to be true’. Huygens transmitted to Earth a series of photographs that told the story of its violent descent onto a landscape of arid mountains and valleys, river beds and deep canyons, all slowly sculpted by the flow of liquid methane. After travelling over a billion kilometres, these images were received by watchful radio telescopes in India, China, Australia and the United States, and reconstructed into a breathtaking movie of the most distant landing ever accomplished by a human-made object.

While Huygens’s scientific task was completed shortly after its spectacular landing on Titan, Cassini would carry on with its study of the Saturn system for another twelve years — much longer than initially planned. The impressive array of discoveries made by Cassini is not easily summarised; to start with, it found seven new moons around Saturn, some of which are no more than small bodies formed by the accretion of rocky material within the planet’s rings. The probe also performed detailed measurements of Saturn’s rotational period, atmospheric composition and magnetic field — the latter of which is responsible for the planet’s sensational auroras — and mapped the structure of its iconic rings, as well as the largest storm ever recorded in any planet — surpassing even Jupiter’s celebrated Great Red Spot.

One of the most exciting discoveries made by Cassini started precisely with the space magnetometer built by Southwood’s team in London. While orbiting near the icy moon Enceladus, the instrument detected a change in the local magnetic field, which signalled the existence of an atmosphere around the moon. When this atmosphere was closely inspected, it was found to be composed of ionised water vapour, which was leaking from Enceladus’s interior through a series of huge geysers located at its south pole. The geysers were of such dimension that they could be photographed from space, resulting in images that inspired awe and fascination in equal measure. Amazingly, the geysers were also found to be the source of the so-called ‘E ring’, a faint loop of ice particles that tightly follows Enceladus’s orbit around Saturn. After further analyses, NASA finally reported the existence of an ocean of salty water under the moon’s icy crust. The discovery of this hidden ocean transformed our view of the places where life might lurk in our Solar System; scientists have proposed that tides in this ocean, produced by Saturn’s potent gravitational field, might provide a source of energy for organisms living within Enceladus, placing it among the prime candidates in the quest for extra-terrestrial life.


Image, taken by Cassini, of Saturn's moon Enceladus backlit by the sun, showing the geysers in its south polar region. (Credit: NASA/JPL/Space Science Institute.)

The obliteration of Cassini in Saturn’s upper atmosphere was, in fact, designed to prevent the spacecraft’s remains from contaminating the potentially life-supporting environment of some of Saturn’s moons. Although Cassini, like every spacecraft, had been built in an utterly sterile facility, there was always the possibility that microorganisms from Earth had managed to hitchhike a ride on the probe. Before burning up above the gas giant, Cassini squeezed its scientific output until the last minute, carrying out a series of daring passes through Saturn’s inner rings, which would have been deemed too unsafe had the probe not been already sentenced to destruction.

The Cassini–Huygens mission stands as an eloquent example of the sort of mind-boggling enterprises whereby the broad field of space science moves forward. Unlike projects in most other sciences, which are usually constrained by a slim budget and a strict five-year deadline, gargantuan space missions like this one demonstrate that, at least in some cases, thinking big yields its rewards. After the initial mission proposal, it took fifteen years for Cassini and Huygens to be designed, built and launched into space; and another seven years — and some clever manoeuvring — for them to reach their destination. The extreme degree of precision and anticipation involved in the design of a scientific project that is to rely on painstakingly accurate management over decades, while under permanent risk of complete failure — with the consequent loss of millions of human-hours’ worth of work and money — is something far beyond the experience of more ‘earthly’ scientists and engineers. Yet Cassini–Huygens turned out a success beyond anyone’s expectations, and is proof that institutions and governments, if firmly united around a common goal, can triumph even in endeavours of the most ambitious nature. Although Cassini and Huygens’s journey finally came to an end last year, their legacy is far from over: the trove of scientific data gathered through them remains the object of intense study, and the answers it yields will continue to add up to our understanding of this minute corner of the cosmos we call home.



Historia de una odisea espacial

En sus tres décadas de vida, la misión Cassini–Huygens a Saturno transformó nuestra visión del Sistema Solar.


Vista de Saturno en color natural, tomada por la astronave Cassini en enero de 2010.
(Imagen: NASA/JPL-Caltech/Space Science Institute.)

EL 15 DE SEPTIEMBRE DE 2017, tras trece años orbitando Saturno, una astronave robótica llamada Cassini se zambulló en la atmósfera del gigante gaseoso, donde ardió rápidamente. Más de una hora después, una tenue señal de radio traía a la Tierra la noticia de la muerte de la sonda espacial, marcando así el fin de la misión Cassini–Huygens. A lo largo de las últimas dos décadas, esta colosal empresa científica había revolucionado por completo nuestro entendimiento de una de las regiones más extraordinarias del Sistema Solar, así como nuestra forma de pensar en la posibilidad de la existencia de vida extraterrestre.

Pese a que la destrucción de Cassini había sido exhaustivamente planificada, para muchos miembros de la NASA, la ESA y la ASI —las respectivas agencias espaciales de Estados Unidos, Europa e Italia— el súbito silencio de la sonda se sintió como la muerte de un viejo y querido amigo. La larga misión espacial había ocupado la mayor parte de sus carreras; mientras las distintas etapas del proyecto se desarrollaban lentamente a miles de millones de kilómetros de la Tierra, muchas de las personas involucradas envejecieron, formaron familias y, en algunos casos, incluso murieron. David Southwood, un distinguido científico planetario que ha ocupado los puestos de Director Científico de la ESA y Presidente de la Real Sociedad Astronómica del Reino Unido, se cuenta entre los pocos afortunados que han sido testigos directos de la totalidad de la vida de Cassini–Huygens. En una reciente charla organizada por la Sociedad Astronómica de la Universidad de Cambridge, Southwood ofreció su fascinante relato de la historia de Cassini–Huygens, así como del inmenso esfuerzo internacional que permitió a la misión despegar y permanecer activa durante tanto tiempo. La mayoría de lo expuesto a continuación está basado en el contenido de dicha charla.

Cassini y Huygens, las dos astronaves robóticas que llevarían a cabo la misión, fueron lanzadas al espacio en 1997, veinte años antes de la muerte de Cassini en 2017; los inicios de la misión, no obstante, se remontan a principios de los años ochenta. Por aquel entonces, Europa permanecía reticente a invertir en exploración espacial: tras la salvaje carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética, que desembocaría en el aterrizaje del Apolo 11 en la Luna en 1969, el espacio había pasado a ser, en palabras de Southwood, ‘Terra Americana o Terra Sovietica: o bien territorio americano, o bien soviético’. Southwood no sólo fue testigo de cómo la ciencia espacial pasaba de mera ciencia ficción a ser una realidad tangible, sino que desempeñó un papel activo en la transición. Tras su infancia en Inglaterra, donde creció devorando cómics de ciencia ficción en la década de los cincuenta, Southwood se mudaría más tarde a los Estados Unidos en busca de un mejor entorno para la ciencia espacial, antes de regresar a Inglaterra a principios de los años setenta. No sería hasta 1982 cuando Europa y Estados Unidos se volverían socios en la propuesta para una ambiciosa misión espacial a Saturno, un planeta que ha capturado la imaginación del público desde que Galileo Galilei apuntó su telescopio hacia él por primera vez en 1610. La ESA se comprometió a la construcción de Huygens, la sonda que habría de aterrizar en la mayor luna de Saturno, Titán, y que portaba el nombre de Christiaan Huygens, descubridor de dicha luna. La NASA y la ASI, por su parte, construirían la sonda Cassini, de dimensiones mucho mayores y bautizada en honor a Giovanni Cassini, el descubridor de las divisiones de los anillos de Saturno y varias de sus lunas. Cassini permanecería en órbita alrededor del planeta con objeto de estudiar sus anillos y lunas.



Diagrama de la astronave Cassini. La sonda Huygens se encuentra bajo el escudo circular situado en el lado izquierdo. (Imagen: NASA Jet Propulsion Laboratory.)

Trabajando desde el Imperial College de Londres, Southwood encabezó el desarrollo de uno de los instrumentos científicos de Cassini: el magnetómetro espacial, un dispositivo diseñado para medir variaciones en campos magnéticos. Southwood también acabaría desempeñando un papel inesperado pero esencial en la defensa del proyecto frente a preocupantes cambios en las prioridades científicas de la NASA, probablemente debidos al alterado ambiente político tras el final de la Guerra Fría. Salvaguardar el proyecto frente a todo fallo técnico o político era de la mayor importancia para los miembros del mismo; con una altura de alrededor de siete metros, una masa de más de dos toneladas, y un coste de desarrollo de casi mil quinientos millones de dólares, Cassini era una astronave de diseño extraordinariamente ambicioso, sobre la que descansaba el peso de grandes expectativas.


Tras abandonar la Tierra desde Cabo Cañaveral en 1997, Cassini —portando con ella la sonda Huygens— se embarcó en un largo tour del Sistema Solar, con el propósito de obtener suficiente impulso para alcanzar su destino mediante una serie de maniobras de ‘asistencia gravitatoria’: al pasar cerca de un planeta, la sonda podía aprovechar el campo gravitatorio del mismo para acelerar y salir catapultada hacia el espacio sin necesidad de gastar energía. En una sucesión de maniobras increíblemente precisas, Cassini realizó dos pasadas sobre Venus, otra más sobre la Tierra (en 1999), y una última sobre Júpiter, la cual puso finalmente a la sonda camino de Saturno. Finalmente, tras siete años de viaje por el vacío, Cassini entró en órbita alrededor del gigante anillado en 2004. Poco después, la sonda Huygens se desprendería de Cassini para dirigirse hacia Titán, donde tocaría tierra en 2005.


Animación de la trayectoria de Cassini a través del Sistema Solar, entre octubre de 1997 y mayo de 2008.
(Violeta: Cassini. Cian: Venus. Azul: Tierra. Amarillo: Júpiter. Verde: Saturno.)
(Imagen: Phoenix7777/Wikipedia, bajo licencia Creative Commons Attribution-Share Alike 4.0.)

Estudios anteriores de Titán habían revelado que esta luna posee una densa atmósfera anaranjada que, al igual que la de la Tierra, está compuesta mayormente de nitrógeno. No obstante, poco se conocía de la superficie bajo esta atmósfera, aparte de que en ella había metano en abundancia. Es más, se sabía que la temperatura media de Titán es de –180 ºC, lo que debería permitir la existencia de metano en formas líquida, sólida y gaseosa —como es el caso del agua en nuestro planeta—. Es decir, a su llegada a Titán, Huygens podría encontrarse con un mundo surcado por nubes y lluvias de metano, ríos y lagos de metano, e incluso hielo de metano. Y en efecto, fotografías y datos recogidos por Huygens probaron la existencia de todos estos fenómenos, predichos muchos años antes —con algunos lagos de metano alcanzando los cien kilómetros de longitud—. Tal como Southwood señaló en su charla, ‘una de las mejores cosas de ser científico es cuando las predicciones más arriesgadas resultan ser ciertas’. Huygens transmitió a la Tierra una serie de fotografías que relatan la historia de su violento descenso hacia un paisaje de áridas montañas y valles, lechos fluviales y hondos cañones, cada uno lentamente esculpido por el flujo de metano líquido. Tras recorrer más de mil millones de kilómetros, las imágenes fueron recibidas por vigilantes radiotelescopios en la India, China, Australia y Estados Unidos, y usadas para reconstruir una imponente película del aterrizaje más remoto jamás realizado por un objeto de fabricación humana.

Mientras que la labor científica de Huygens concluyó poco después de su espectacular aterrizaje en Titán, Cassini proseguiría con su estudio del sistema de Saturno por otros doce años, mucho más de lo inicialmente planeado. El impresionante surtido de descubrimientos realizados por Cassini no se resume con facilidad; para empezar, la sonda descubrió siete nuevas lunas de Saturno, algunas de las cuales no son más que pequeños cuerpos formados por la acreción de material rocoso en los anillos del planeta. Cassini también realizó mediciones detalladas del periodo rotacional, la composición atmosférica y el campo magnético de Saturno —el último de los cuales es responsable de las sensacionales auroras del planeta—, y cartografió la estructura de sus icónicos anillos, así como la mayor tormenta jamás registrada en ningún planeta —que superó incluso a la famosa Gran Mancha Roja de Júpiter—.

Uno de los descubrimientos más emocionantes realizados por Cassini comenzó precisamente con el magnetómetro espacial construido por el equipo de Southwood en Londres. Mientras la sonda pasaba cerca de la luna helada Encélado, el instrumento detectó un cambio en el campo magnético local, señalando la existencia de una atmósfera alrededor de dicha luna. Un examen más exhaustivo de esta atmósfera reveló que estaba compuesta de vapor de agua ionizado, el cual manaba del interior de Encélado a través de una serie de gigantescos géiseres situados en su polo sur. Estos géiseres eran de un tamaño tal que podían ser observados desde el espacio, dando lugar a fotografías tan sobrecogedoras como científicamente fascinantes. Increíblemente, los géiseres también resultaron ser la fuente del llamado ‘anillo E’, un difuso anillo de partículas de hielo que sigue precisamente la órbita de Encélado alrededor de Saturno. Tras un análisis más detallado, la NASA anunció la existencia de un océano de agua salada bajo la corteza helada de Encélado, un descubrimiento que transformó por completo nuestra visión de los lugares en los que la vida podría ocultarse en el Sistema Solar. Algunos científicos han propuesto que las mareas producidas por el potente campo gravitatorio de Saturno en este océano podrían constituir una fuente de energía para organismos que habitaran el interior de Encélado, posicionando a esta luna como uno de los mejores candidatos en la búsqueda de vida extraterrestre.


Imagen, tomada por Cassini, de la luna Encélado iluminada por el sol, mostrando los géiseres en su polo sur. (Imagen: NASA/JPL/Space Science Institute.)

La destrucción de Cassini en la atmósfera superior de Saturno fue, de hecho, diseñada para prevenir que los restos de la sonda contaminasen el entorno potencialmente apto para la vida de algunas de las lunas del planeta. Aunque Cassini, como toda astronave, había sido construida en instalaciones extremadamente esterilizadas, siempre cabía la posibilidad de que microorganismos terrestres hubieran conseguido infiltrarse como polizones en la sonda. Antes de arder finalmente sobre el gigante gaseoso, Cassini exprimió su producción científica hasta el último minuto, realizando una serie de arriesgadas pasadas a través de los anillos de Saturno, las cuales se habrían considerado demasiado peligrosas si la sonda no hubiera estado ya sentenciada a ser destruida.

La misión Cassini–Huygens se yergue como un ejemplo revelador de la clase de proyectos inverosímiles que caracterizan al campo de la ciencia espacial. A diferencia de los proyectos típicos de la mayoría de ciencias, que se hallan sujetos a ajustados presupuestos y estrictos plazos de cinco años, las colosales misiones espaciales como ésta demuestran que, al menos en ciertos casos, pensar a lo grande tiene su recompensa. Tras la propuesta inicial de la misión, hicieron falta quince años para el diseño, construcción y lanzamiento al espacio de Cassini y Huygens, y otros siete años para que ambos alcanzasen su destino. El grado extremo de precisión y anticipación implicado en el diseño de un proyecto científico con una gestión tan meticulosamente detallada durante décadas, y permanentemente expuesto a la posibilidad de fracaso total —que conllevaría la pérdida de miles de millones de dólares y millones de horas de trabajo— está más allá de la experiencia de científicos e ingenieros más ‘terrenales’. Aun así, Cassini–Huygens fue un éxito superior a toda expectativa, y demostró que instituciones y gobiernos, si se encuentran firmemente unidos en torno a un objetivo común, son capaces de triunfar incluso en empeños del carácter más ambicioso imaginable. Aunque el viaje de Cassini y Huygens finalmente tocó a su fin el año pasado, su legado está lejos de terminar: el patrimonio de datos científicos recopilado gracias a ellos sigue siendo objeto de intenso estudio, y las respuestas que se deriven del mismo continuarán enriqueciendo nuestra comprensión de este minúsculo rincón del cosmos al que llamamos hogar.



Tuesday, June 5, 2018

Frontiers of gravity

The most familiar force of nature may be the key to a fuller understanding of the universe.


In his famous cannonball thought experiment, Isaac Newton demonstrated that gravity gives rise to orbital motions. (Source: Newton 1729/1962, vol. 2.)

OF THE FOUR KNOWN fundamental forces which are responsible for the physics of our universe—the electromagnetic force, the weak and strong nuclear forces and the gravitational force—the latter stands out in many senses. The gravitational force, commonly known as gravity, was the first of these forces to be described mathematically. Gravity is also, by far, the least powerful of the fundamental forces: the second weakest force—the aptly named weak force that gives rise to radioactivity—is over a trillion trillion times stronger than the gravitational force. But the reason why gravity, a phenomenon that has been familiar to us for so long, can still be so special, is its connection to some of the biggest questions in modern physics.

Everyone on Earth continuously experiences our planet’s gravitational pull, and as a result, the physics of gravity are intrinsically embedded in our mental model of how the world works. Indeed, one of the first things that babies learn is how objects fall to the floor when thrown or dropped—a phenomenon from which they seem to derive some delight. This made it quite hard for us to realise that gravity actually is a physical force, and especially, that the force which makes objects fall here on Earth is the same one that keeps the skies above us in perpetual motion.

The name that inevitably comes to mind when talking of gravity is that of Isaac Newton. In the late seventeenth century, the legendary natural scientist came up with a tremendously ingenious thought experiment. He imagined a cannon standing on top of an extremely tall mountain. If a projectile were fired from this cannon towards the horizon, it would travel horizontally while also falling by effect of gravity, before eventually landing. If the cannon’s power were increased, the projectile would fly horizontally further away, travelling greater distance than before. And, if the canon’s power were to be increased infinitely, the projectile would be fired with such force that it would never stop falling—always travelling horizontally around the Earth without ever hitting the ground. From this idea, Newton rightly concluded that the gravitational force which attracts objects towards the Earth is what keeps the Moon in orbit around us: the Moon is just forever falling towards the Earth.


By extending his logic, Newton declared the gravitational force to be also responsible for the orbits of the planets around the Sun. In his law of universal gravitation, he described gravity as a universal force between every two bodies (or particles) in the universe, whose intensity increases in proportion to the bodies’ masses and decreases in proportion to the square of the distance between them—that is, if the distance between two objects is doubled, then the gravitational force between them becomes four times weaker. Newton considered gravity an instantaneous and boundless force; according to him, the pull exerted by an object travels instantly and does not stop at a given distance, but it becomes weaker and weaker until being impossible to detect.


Newton’s relatively simple mathematical formula could explain such mysteries as the elliptical shape of the planets’ orbits and the tides of Earth’s oceans. His theory, however, failed to explain the nature of gravitation itself—why it exists. Furthermore, Newtonian gravity appeared as a mystical force capable of working instantly across empty space, and this was not happily accepted by contemporary scientists. Most European scholars at the time subscribed to René Descartes’s theory of planetary motion, which presented the planets’ orbits as the product of massive vortices swirling within an invisible fluid that filled the universe. But Newton’s theory would eventually prove more accurate than Descartes’s, forcing scientists to face the reality of an empty universe.

A successful explanation of the nature of gravity arrived in the early twentieth century, thanks to Albert Einstein. The iconic physicist’s celebrated general theory of relativity was truly ground-breaking, completely transforming the way we understand both the largest bodies and the smallest particles in the universe. Einstein’s theory built on the now popular concept of space-time: a mathematical model where the three dimensions of space and the one dimension of time are intertwined into a single four-dimensional continuum, hence defying our false intuition of space and time as separate aspects of reality. This model allowed Einstein to present gravity not as an attractive force exerted by particles or objects, but as a property of space-time itself, which arises from its distortion. We can think of this as if bodies with a very large mass, such as a planet or a star, were ‘bending’ the space-time fabric of the universe around them, just like a stone would deform an elastic rubber band by means of its weight. Gravity as we perceive it is a consequence of this deformation of space-time, and not a force that ‘pulls’ us towards the Earth; rather, it is the ‘warped’ space-time around the Earth that is ‘pushing’ us against it.

General relativity was transformative in many ways. It not only provided a long-sought explanation for the mysterious force of gravity and a better understanding of its properties—such as its actual speed, which is exactly that of light—but it also predicted novel physical phenomena, like black holes and gravitational waves, whose existence physicists have only been able to confirm many decades later. (In fact, gravitational waves were first detected in 2016, a hundred years since general relativity had predicted them.) Einstein’s theory also solved some puzzling astronomical mysteries, such as that of the orbital motion of Mercury. Astronomers had long identified a discrepancy between the observed motion of this planet and the one predicted by Newtonian law; as a consequence, the nineteenth-century mathematician Urbain Le Verrier posited the existence of Vulcan, a new planet between the Sun and Mercury whose gravitational pull altered Mercury’s orbit. Vulcan’s existence seemed the only explanation for the inconsistencies in Mercury’s motion; moreover, a similar reasoning had previously led Le Verrier to successfully predict the position of the planet Neptune, precipitating its discovery. However, the arrival of general relativity showed that Mercury’s behaviour could be accounted for without the need of an additional planet, thus nullifying Le Verrier’s hypothesis.

If twentieth-century physics was witness to revolutionary breakthroughs sparked by minds such as Einstein’s, today’s physics is grappling with a myriad of daunting mysteries—the greatest of which seem inextricably linked to gravity. In particular, astronomical observations over the last century have confronted physicists with two extremely puzzling phenomena. The first harks back to Edwin Hubble’s discovery that galaxies lying further away from our own are moving away from us at a greater speed. This led Hubble to conclude that the universe is expanding, and later research has showed that the speed of this expansion is actually increasing. Such accelerated inflation of the universe implies the existence of a force that acts to counteract gravity, as otherwise the gravitational pull of galaxies would restrain the expansion. This mysterious anti-gravitational force was given the name of dark energy, and apart from the rate of expansion of the universe, scientist have so far failed to obtain any direct evidence of its existence.

The other great astronomical mystery of our time, together with dark energy, is suitably named dark matter—although ‘invisible matter’ would be more accurate. The notion of dark matter stems from the observation that gravity seems to be persistently stronger on the outskirts of galaxies than dictated by general relativity. In other words, the stars in almost every galaxy are rotating around the galactic centre much faster than they should, which suggests that galaxies have more mass than the one in the matter we can see. To account for this missing mass, researchers proposed the existence of dark matter, a kind of matter which does not interact with conventional matter electromagnetically—and therefore is invisible to our eyes and telescopes, which can only detect electromagnetic radiation. Dark matter does, however, display gravitational interactions with visible matter, which is the reason why galaxies seem to have more mass than we can see.


Dark matter is thought to surround galaxies in a diffuse halo, which is shown in black in this artist’s view. (Credit: A. Evans, adapted by J. Freundlich & F. Ducouret.)

When physicists calculated how much dark matter would be needed to account for the excess mass, they were shocked to find that dark matter would outweigh all the visible matter in the universe by a factor of five to one; in other words, if dark matter does exist, then five-sixths of the universe are invisible to us. And more intriguingly, although dark matter is indirectly supported by plenty of astronomical observations, it resembles dark energy in its dogged resistance to direct detection.

If decades of research have yielded no direct evidence of dark energy and dark matter, should we believe in them? Many scientists argue that there is no reason why we should expect visible matter to be the only kind of matter there is. Our eyes have evolved to detect the electromagnetic interactions of matter—that is, the way in which matter produces or reflects light. If there existed a kind of matter incapable of electromagnetic interaction, then such matter would be invisible to us—but that could hardly be an argument against its existence.


Some physicists, on the other hand, regard dark matter as a modern-day analogue of Vulcan: it could be a false solution to fundamental flaws in our understanding of how gravity operates. Just as it happened to Vulcan, an improved theory of gravity may be able to explain all our astronomical observations without being contingent on elusive particles; and indeed, several alternative theories of gravitation have seen the light over the last decades, each aspiring to supersede general relativity by successfully explaining every existing observation. The most popular of these is modified Newtonian dynamics, or MOND. This theory proposes that, over relatively small distances, gravity behaves according to Newtonian law, decreasing in proportion to the square of the distance; however, over vast cosmic distances—like that between the centre of a galaxy and its edge—gravity ‘switches’ to a different formula, weakening much more slowly than Newton and Einstein predicted. This reformed law of gravitation would explain why galactic outskirts present stronger gravity than expected, without the need for massive amounts of dark matter to supply additional mass.

However, while dark matter and dark energy continue to dodge detection, Einstein’s theory of gravity is proving extremely robust. In fact, the latest measurements of gravitational waves have already invalidated some alternative gravity theories. Although MOND has yet to be proven right or wrong, its immediate future seems in jeopardy: recent discoveries of galaxies composed almost exclusively of dark matter, as well as galaxies with practically no dark matter in them, both constitute a serious challenge for theories like MOND. If gravity is just behaving differently than we believe, as these theories propose, then this modified gravity should still be universal, implying that the proportion of dark matter estimated in each galaxy should be roughly the same, and extremely ‘dark’ or ‘luminous’ galaxies such as the ones discovered should not exist. On the other hand, if dark matter does exist, these exotic galaxies will allow a more detailed study of its gravitational properties.

Our understanding of gravity has been transformed and transformative over the last three centuries. Notwithstanding, physics now seems to be at the crossroads between a redefinition of gravity and a belief in mysterious particles and forces. But we should not expect this uncertainty to linger for much longer. At this very moment, researchers are applying the most advanced technology on Earth and in space in unrelenting efforts to detect even the smallest signal confirming the existence of dark matter and dark energy, and searching for any minute crack in general relativity’s predictions, which could provide the missing piece in the puzzle. But so far, Einstein’s equations remain unbowed. And if Einstein was not mistaken, then the only explanation for what we see in the universe must be the existence of forces and particles which, thus far, we are largely unable to measure or comprehend. Whichever the case, the uncertainty will likely be resolved sooner than later, marking the dawn of the next revolution in our understanding of the cosmos.



References:
Castelvecchi, D. How gravitational waves could solve some of the Universe’s deepest mysteries. Nature (2018).
Randall, L. What is dark matter? Nature (2018).
Wolchover, N. The case against dark matter. Quanta Magazine (2016).
Sokol, J. A victory for dark matter in a galaxy without any. Quanta Magazine (2018).
Moskvitch, K. Troubled times for alternatives to Einstein’s theory of gravity. Quanta Magazine (2018).

Las fronteras de la gravedad

La más familiar de las fuerzas naturales podría ser la clave para una mayor comprensión del universo.


En su célebre experimento teórico de la bala de cañón, Newton demostró cómo la gravedad da lugar al movimiento orbital. (Fuente: Newton 1729/1962, vol. 2.)

DE LAS CUATRO FUERZAS fundamentales responsables, hasta donde sabemos, de la física de nuestro universo —la fuerza electromagnética, las fuerzas nucleares débil y fuerte y la fuerza gravitatoria—, esta última destaca en muchos sentidos. La fuerza gravitatoria, comúnmente conocida como gravedad, fue la primera de estas fuerzas en ser descrita matemáticamente. La gravedad es también, con diferencia, la menos potente de las fuerzas fundamentales: la segunda fuerza más débil —la aptamente llamada fuerza débil que da lugar a la radiactividad— es más de un billón de billones de veces más potente que la gravedad. Pero la razón de que la gravedad, ese fenómeno que nos es familiar desde hace tanto, siga siendo tan especial, es su profunda conexión con algunas de las grandes preguntas de la física moderna.

Todos nos encontramos bajo el efecto constante de la atracción gravitatoria terrestre y, en consecuencia, la gravedad está intrínsecamente imbuida en nuestro modelo mental de cómo funciona el mundo. Una de las primeras cosas que los bebés aprenden es cómo los objetos caen al suelo al ser lanzados o soltados —un fenómeno del que parecen obtener gran deleite—. Este hecho hizo difícil para nosotros el darnos cuenta de que la gravedad realmente es una fuerza y, especialmente, de que la fuerza que hace caer los objetos aquí en la Tierra es la misma que mantiene el firmamento sobre nuestras cabezas en movimiento.

El nombre que inevitablemente viene a la mente al hablar de gravedad es el de Isaac Newton. A finales del siglo XVII, el legendario científico ideó un experimento teórico tremendamente ingenioso. Newton imaginó un cañón situado sobre una montaña extremadamente alta; si un proyectil fuese disparado por este cañón hacia el horizonte, viajaría horizontalmente mientras que también caería por efecto de la gravedad, hasta finalmente tocar tierra. Si aumentásemos la potencia del cañón, el proyectil viajaría más lejos, recorriendo más distancia horizontal que antes; y si pudiéramos aumentar la potencia del cañón de manera infinita, el proyectil sería propulsado con tal fuerza que jamás cesaría de caer: permanecería para siempre viajando horizontalmente alrededor de la Tierra, sin jamás aterrizar. A partir de esta idea, Newton concluyó, acertadamente, que la fuerza gravitatoria que atrae los objetos hacia la Tierra es la misma que mantiene la Luna en órbita: la Luna está simplemente cayendo eternamente hacia la Tierra.


Extendiendo este razonamiento, Newton declaró que la fuerza gravitatoria es causa no sólo del movimiento de la Luna, sino también de las órbitas de los planetas alrededor del Sol. En su ley de gravitación universal, Newton describió la gravedad como una fuerza omnipresente, existente entre todo par de cuerpos (o partículas) en el universo, cuya intensidad aumenta en proporción a las masas de estos cuerpos y decrece en proporción al cuadrado de la distancia que los separa —es decir, al doblar la distancia entre dos objetos, la atracción entre ellos se vuelve cuatro veces más débil—. Newton consideraba la gravedad como una fuerza instantánea e ilimitada; según él, la atracción ejercida por un objeto se transmite de forma instantánea y no termina a una distancia específica, sino que se torna más y más débil hasta ser indetectable.


La fórmula matemática de Newton, con su relativa sencillez, fue capaz de resolver misterios tales como la forma elíptica de las órbitas de los planetas y los ritmos de las mareas. Su teoría, no obstante, era incapaz de explicar la naturaleza misma de la gravitación —el porqué de su existencia—. Asimismo, la gravedad newtoniana daba la impresión de ser una fuerza mística capaz de actuar de forma instantánea a través del vacío, propiedades que no fueron fácilmente aceptadas por los científicos de la época. La mayoría de académicos europeos defendían la teoría del movimiento planetario propuesta por René Descartes, la cual presentaba las órbitas de los planetas como el producto de inmensos vórtices giratorios que ocurrían en un fluido invisible que llenaba el universo. Pero la teoría de Newton acabaría demostrando ser más precisa que la de Descartes, obligando a los científicos a afrontar la realidad de un universo vacío.

Una explicación triunfante de la naturaleza de la gravedad llegaría a principios del siglo XX, gracias a Albert Einstein. La celebrada teoría general de la relatividad del icónico científico fue realmente revolucionaria, transformando completamente la forma en que entendemos tanto los cuerpos más grandes como las partículas más pequeñas del universo. Einstein basó su nueva explicación de la gravedad en el ahora popular concepto de espacio-tiempo: un modelo matemático en el que las tres dimensiones del espacio y la única dimensión del tiempo se entrelazan en un solo continuo tetradimensional, desafiando nuestro errado entendimiento intuitivo del espacio y el tiempo como aspectos separados de la realidad. Este modelo permitió a Einstein presentar la gravedad no como una fuerza atractiva ejercida por partículas u objetos, sino como una propiedad del propio espacio-tiempo que se origina cuando éste se distorsiona. Podemos visualizar esto como si aquellos cuerpos con una masa extrema, como nuestro planeta, ‘doblasen’ el tejido espacio-temporal del universo a su alrededor, del mismo modo que una piedra deformaría una banda de goma elástica con su peso. La gravedad tal como la percibimos es un efecto de esta distorsión del espacio-tiempo, y no una fuerza que ‘tira’ de nosotros hacia la Tierra; más bien, es el espacio-tiempo deformado alrededor de la Tierra el que nos ‘empuja’ hacia ella.

La relatividad general fue transformadora en muchos sentidos. No sólo proporcionó una largamente esperada explicación para la misteriosa fuerza de la gravedad y un mejor entendimiento de sus propiedades —tales como su velocidad, que no es instantánea, sino igual a la de la luz—; también predijo fenómenos físicos inéditos, como los agujeros negros y las ondas gravitatorias, cuya existencia no pudo ser confirmada hasta muchas décadas después. (De hecho, las ondas gravitatorias fueron detectadas por primera vez en 2016, cien años después de haber sido predichas por la relatividad general.) La teoría de Einstein también resolvió algunos misterios astronómicos, como el movimiento orbital de Mercurio. Los astrónomos habían identificado tiempo atrás una discrepancia entre las observaciones del movimiento de este planeta y las predicciones newtonianas; como consecuencia, en el siglo XIX, el matemático Urbain Le Verrier propuso la existencia de Vulcano, un planeta nuevo situado entre el Sol y Mercurio, cuya atracción gravitatoria había alterado la órbita de Mercurio. La existencia de Vulcano parecía ser la única explicación para las inconsistencias observadas en Mercurio; es más, un razonamiento similar había llevado anteriormente a Le Verrier a predecir con éxito la posición del planeta Neptuno, precipitando así su descubrimiento. Sin embargo, la llegada de la relatividad general demostró que el comportamiento de Mercurio podía ser descrito sin necesidad de un planeta adicional, refutando así la hipótesis de Le Verrier.

Si bien la física del siglo XX fue testigo de avances revolucionarios iniciados por mentes como Einstein, la física moderna tiene una miríada de nuevos misterios con los que lidiar, los mayores de los cuales están inextricablemente conectados con la gravedad. En particular, observaciones astronómicas a lo largo del último siglo han puesto de relieve dos fenómenos extremadamente desconcertantes. El primero se remonta al descubrimiento, por parte de Edwin Hubble, de que las galaxias que se encuentran más lejos de la nuestra se alejan de nosotros a mayor velocidad. Esto llevó a Hubble a concluir que el universo se está expandiendo y, de hecho, investigaciones posteriores han demostrado que esta expansión se está acelerando. Esta inflación cósmica acelerada implica la existencia de una fuerza que actúa en contra de la gravedad, dado que, de lo contrario, la atracción entre las diferentes galaxias frenaría la expansión. La misteriosa fuerza antigravitatoria fue bautizada como energía oscura y, aparte de por la tasa de expansión del universo, los científicos no han obtenido aún ninguna prueba directa de su existencia.

El otro gran misterio astronómico de nuestro tiempo, junto con la energía oscura, recibe el apropiado nombre de materia oscura —aunque ‘materia invisible’ sería más correcto—. El concepto de materia oscura surgió a raíz de la observación de que las regiones externas de las galaxias exhiben señales de una gravitación consistentemente más intensa de lo previsto según la relatividad general. En otras palabras, parece que las estrellas en casi cada galaxia rotan alrededor del centro galáctico mucho más rápido de lo que deberían, lo que sugiere que las galaxias contienen más masa de la que hay en la materia que podemos ver. Para explicar este exceso de masa, los astrofísicos propusieron la existencia de la materia oscura, un tipo de materia que no interactúa con la materia ordinaria de forma electromagnética, y resulta, por tanto, invisible a nuestros ojos y telescopios, los cuales solamente pueden detectar radiación electromagnética. La materia oscura, sin embargo, sí interactúa gravitatoriamente con la materia visible, siendo éste el motivo por el que las galaxias parecen tener más masa de la que podemos ver.


Se piensa que la materia oscura forma un halo difuso en torno a casi todas las galaxias, el cual se muestra en negro en esta ilustración artística. (Imagen: A. Evans, adaptada por J. Freundlich & F. Ducouret.)

Tras calcular cuánta materia oscura se necesitaría para justificar el exceso de gravedad observado, los físicos quedaron conmocionados al descubrir que esta clase de materia superaría en masa a toda la materia visible del universo por un factor de cinco a uno; en otras palabras, si la materia oscura realmente existe, cinco sextos del universo son invisibles para nosotros. Más intrigante aún es que, aunque la materia oscura cuenta con el apoyo indirecto de multitud de observaciones astronómicas, se asemeja a la energía oscura en su obstinada resistencia a todo intento de detección directa.

Si décadas de investigación no han proporcionado evidencia directa de la existencia de la energía oscura y la materia oscura, ¿deberíamos creer en ellas? Muchos científicos opinan que no hay motivo para suponer que la materia visible debería ser el único tipo de materia que existe. Nuestros ojos han evolucionado para detectar interacciones electromagnéticas en la materia —es decir, la forma en que la materia produce o refleja luz—. Si existiese una clase de materia incapaz de interactuar electromagnéticamente, tal materia sería invisible para nosotros, pero esto difícilmente constituiría un argumento en contra de su existencia.


Algunos físicos, por otra parte, consideran la materia oscura como una versión moderna de Vulcano: podría tratarse de una solución falsa a un defecto fundamental en nuestra comprensión de cómo opera la gravedad. Tal como ocurrió con Vulcano, una teoría mejorada de la gravitación podría ser capaz de explicar todas las observaciones astronómicas sin depender de partículas invisibles; y, en efecto, varias teorías alternativas de la gravedad han visto la luz en las últimas décadas, cada una aspirando a reemplazar a la relatividad general al ser capaz de explicar con éxito cada observación. La más popular de estas teorías es la dinámica newtoniana modificada, o MOND (del inglés modified Newtonian dynamics). Esta teoría propone que, en distancias relativamente cortas, la gravedad opera de acuerdo a la ley de Newton, disminuyendo en proporción al cuadrado de la distancia; sin embargo, en vastas distancias cósmicas —tales como la que hay entre el centro de una galaxia y su borde— la gravedad ‘cambia’ a una fórmula distinta, disminuyendo mucho más lentamente de lo predicho por Newton y Einstein. Esta ley reformada de la gravitación explicaría por qué las regiones externas de las galaxias presentan una gravedad más intensa de la que deberían, sin necesidad de cantidades masivas de materia oscura para justificar esta gravedad adicional.

No obstante, mientras que la materia oscura y la energía oscura permanecen indetectables, la teoría de la relatividad de Einstein está demostrando ser extremadamente robusta. De hecho, las últimas mediciones de ondas gravitatorias ya han invalidado algunas teorías alternativas de la gravedad. Aunque aún queda por demostrar si MOND es cierta, su futuro inmediato no parece muy prometedor: recientes descubrimientos de galaxias compuestas casi exclusivamente de materia oscura, así como galaxias prácticamente carentes de materia oscura, constituyen un serio desafío a teorías como MOND. Si, como defienden estas teorías, la gravedad simplemente se comporta de manera diferente a como pensamos, esta gravedad modificada debería seguir siendo universal; esto implica que la proporción de materia oscura estimada en cada galaxia debería ser aproximadamente igual, y galaxias extremadamente ‘oscuras’ o ‘luminosas’ como las recientemente descubiertas no deberían existir. Por otra parte, si la materia oscura realmente existe, tales galaxias exóticas permitirían un estudio detallado de sus propiedades gravitatorias.

Nuestro entendimiento de la gravedad ha sido transformado y transformador a lo largo de los últimos tres siglos. Sin embargo, la física parece estar ahora en la encrucijada entre una redefinición de la gravedad y la creencia en fuerzas y partículas misteriosas. Pero no hemos de esperar que esta incertidumbre se prolongue mucho más. En este mismo momento, investigadores de todo el mundo están aplicando las últimas tecnologías en la Tierra y el espacio, en un incesante esfuerzo por detectar una señal que confirme la existencia de la materia oscura y la energía oscura, y buscando la más mínima grieta en las ecuaciones de la relatividad general, la cual podría ofrecer la última pieza del puzle. Pero, de momento, las ecuaciones de Einstein permanecen invictas. Y si Einstein no estaba errado, entonces la única explicación posible a lo que vemos en el universo es la existencia de partículas y fuerzas que, por ahora, somos en gran parte incapaces de medir o comprender. En cualquier caso, la incertidumbre probablemente se disipará más pronto que tarde, marcando el inicio de la próxima revolución en nuestro entendimiento del cosmos.



Referencias:
Castelvecchi, D. How gravitational waves could solve some of the Universe’s deepest mysteries. Nature (2018).
Randall, L. What is dark matter? Nature (2018).
Wolchover, N. The case against dark matter. Quanta Magazine (2016).
Sokol, J. A victory for dark matter in a galaxy without any. Quanta Magazine (2018).
Moskvitch, K. Troubled times for alternatives to Einstein’s theory of gravity. Quanta Magazine (2018).